
Afirma con conocimiento de causa Rafael Narbona en el prólogo de su reciente 'Elogio del amor' que los escritores somos poca cosa, apenas traperos de ... palabras. Sin embargo, esa poca cosa que un escritor es se enaltece cuando las palabras con las que trafica aciertan a ser las justas, y más aún cuando sin dejar de ceñirse al cuento resultan novedosas, y más todavía si con esa apuesta por lo inusitado consigue hacerlas universales.
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Vargas Llosa no es un trapero más, sino un traficante del verbo que una y otra vez, por veredas diversas, rozó el prodigio. De su obra pueden destacarse muchas facetas, desde la mirada del ensayista que leyó a Flaubert con la solvencia necesaria para ingresar en la Académie française —pas moins— o le auscultó las entrañas al más demoledor prosista latinoamericano del siglo —Juan Carlos Onetti—, hasta la audacia del articulista que no se arredró ante la encrucijada, para tantos inasumible, de mutar en su análisis no al dictado, sino en reproche del poder.
Con todo, lo que quedará por encima de lo demás es esa portentosa musculatura de novelista que le permitió recorrer el trecho que va de la jocosa travesura de 'La tía Julia y el escribidor' —algunos no olvidaremos al inefable Chumpitaz, ni la pertinaz reivindicación del escribidor en la cincuentena de su propia edad como flor de la vida— hasta la oscuridad compacta de 'La fiesta del Chivo', sin olvidar los percances del sargento Lituma en 'La casa verde' y otras novelas, que perpetúan a la Guardia Civil del Perú más allá de su disolución por Alan García en 1988.
Hubo quien en los últimos años pretendió reducir a Vargas Llosa a sus tropiezos, de los que como ser humano no estaba exento; ni en sus hechos personales, ni en sus opiniones ni en sus posicionamientos políticos. También quisieron afearle más de un acierto, como el de renegar igual del poder autoritario si lo respalda un espadón como si invoca una utopía. Vano empeño el de devaluar a un artista por lo que hiciera al margen de su arte. La talla de un trapero se mide por la mercancía que nos deja en las manos cuando emprende el viaje definitivo y el perfil de la persona comienza a desdibujarse tras aquello que nos trajo.
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La pista para apreciar por qué el legado de Vargas Llosa es tanto y tan imperecedero la da el propio Narbona en las páginas del libro mencionado al inicio: en toda verdadera obra de arte hay un derroche de amor. Vargas Llosa amaba la escritura, de verdad y sin reservas. De ahí los prodigios. De ahí que quien lo lee aprenda a amar la lectura. Todo lo demás es secundario.
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