Ricardo Menéndez Salmón
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Ricardo Menéndez Salmón
Parece un contrasentido que el escritor Ricardo Menéndez Salmón anuncie que abandona el cuento justo cuando acaba de publicar en un volumen una selección de 21 relatos breves, 'Los muebles del mundo' (Seix Barral). Es una muestra representativa de los mejores cuentos que ha cultivado ... en la últimas dos décadas, piezas de un quehacer literarios que habían quedado arrumbadas por culpa de ediciones descatalogadas.
Es paradójico que uno de los mejores autores de la distancia corta en narrativa renuncie al empeño, pero el prosista asturiano es honesto y asegura que el género ya no es a su juicio el medio más adecuado para interpretar la realidad. Absorto en un proyecto ambicioso de largo alcance, Menéndez Salmón mantiene intacta su admiración por Kafka y Cortázar como cuentistas, aunque este último le ha dejado de interesar en lo que atañe a su faceta novelesca y a sus artefactos más lúdicos.
–Anuncia que abandonará el cuento porque ya no le sirve para sus pretensiones narrativas.
–Me he dado cuenta de que en esta última década apenas he acudido al relato. Tal como está configurada hoy la realidad, me parece que el cuento no es el mecanismo narrativo más idóneo para intentar dar cuenta de ella.
–¿Su escritura es tributaria del legado de Cortázar y Kafka?
–Cortázar fue un escritor muy importante en mi educación, fue el primer maestro que leí con 14 o 15 años. Con los años se me ha vuelto lejano, no tanto por sus relatos, que me siguen conmoviendo enormemente, como por sus novelas. Ahora me cuesta releer 'Rayuela'. El Cortázar más juguetón y lúdico no me interesa. El caso de Kafka obviamente es distinto, es un modelo, no al que uno aspira, porque nunca se va a alcanzar. Le admiro no solo por sus libros, sino también por su visión de la literatura, que concibe como una especie de sacerdocio. Kafka leyó y cartografió el mundo que estaba por venir. Los dos temas de Kafka son el miedo y la indiferencia, que son las dos grandes cuestiones del siglo XX.
–¿La literatura funciona como un contrapoder?
–La literatura, a través de las ficciones, tiene la capacidad de conformarse como un contrapoder, como un espacio donde poner en duda los discursos que nos llegan desde otras instancias. Es una herramienta de conocimiento que permite otras lecturas de la realidad. Los escritores tenemos el poder, gracias, a nuestros textos de confrontar discursos que están establecidos por otras vías.
–En sus cuentos trata de recrear la ilusión la oralidad, junto cuando parece que está más debilitada.
–A veces olvidamos que el origen de toda literatura está en la oralidad, que es anterior a la escritura. Es cierto que hay una especie de retroceso o repliegue de la oralidad frente a otro tipo de discursos, ya sea escritos o icónicos. Me agrada recuperar la idea de que el origen de cualquier relato se halla cuando alguien toma la palabra y obliga a un auditorio, por humilde que sea, a prestar atención.
–En su literatura es muy llamativa la inquietud por la Historia.
–Me intriga cómo la Historia nos interpela constantemente y determina, casi siempre, las historias con minúscula. De ello se deduce que nuestras vidas están determinadas, nos guste o no, por instancias que nos preceden, nos conforman, y de las cuales, en muchas ocasiones, es imposible escapar.
–¿La violencia que se vive hoy en el mundo guarda semejanzas con el periodo de entreguerras?
–La Historia no se repite de un modo idéntico, pero sí creo que hay partes de ella que no se cancelan nunca. El modelo de Fukuyama, que defendía el fin de la Historia, lo cual era de una ingenuidad pasmosa, saltó por los aires en 2001. A la luz de la postura de Europa y de Estados Unidos hacia Israel, se confirma que seguimos presos de lo que pasó en nuestro continente a partir 1933. Me impresiona por ejemplo que Alemania no se haya permitido la más mínima duda sobre la actuación de Israel en Gaza. Ello obedece al capítulo de dolorosísimo protagonizado por los alemanes con el pueblo judío.
–Uno de los cuentos trata de la muerte de Charles Mingus. ¿Se parecen en algo la literatura y el jazz?
–A mí el jazz me gusta muchísimo. Nunca he reflexionado sobre el parentesco entre jazz y literatura. Hay escritores que suenan como un cuarteto de cuerda porque son muy formales, muy matemáticos, su escritura está muy medida. En este caso hay poco margen para la improvisación. Luego hay voces discordantes que trabajan sobre una línea melódica que se presta a las variaciones. Mi literatura unas veces es sinfónica, otras jazzística y en ocasiones hasta pop.
–Hay quien dice que leer nos hace mejores. ¿No es algo naíf?
–No creo que se pueda establecer una equivalencia entre bondad humana y lectura, o que un pueblo ágrafo es menos culto o interesante que otro que lee. De hecho hay pueblos que no han cultivado la literatura como forma canónica de transmisión del conocimiento, como los gitanos, y eso no los hace una cultura inferior. Otra cosa es que yo no pueda concebir la vida sin la lectura: soy incapaz de entender mi vida y la de los demás sin la posibilidad de leerme o leer a los demás. Pienso lo mismo sobre cualquier manifestación artística. Escuchar a Beethoven no nos hace mejores.
–¿Pero la persona letrada no tiene acaso más herramientas para desenvolverse en la vida?
–Eso es distinto. La cultura obviamente nos arma y dota de una serie de herramientas que aspiran a interpretar el mundo. Es la pretensión más noble a la que podemos llegar los escritores: interrogarnos sobre el mundo que nos rodea e intentar discernir qué está sucediendo en él, sin ánimo tampoco de dar respuestas o intentar mejorarlo, porque normalmente muchos escritores que han intentado hacerlo lo que han logrado es precisamente lo contrario.
–El arco temporal de creación de estos cuentos abarca casi 20 años. Desde el 99 hasta casi la actualidad. ¿Cómo ha ido evolucionado en estas dos décadas?
–Las ideas que me convocan como escritor se han mantenido más o menos fieles. Es posible que haya ido variando algo el contexto. En alguna pieza detecto cierta ingenuidad, propia de un escritor joven que está empezando a formarse. Reconozco ciertos excesos en el lenguaje y una tendencia a epatar al lector en los primeros relatos. Seguramente con los años, uno aprende a aquilatar todo y a templarse. Antes me inclinaba por utilizar estructuras especialmente bizarras, con muchísimos planos. Los cuentos de los últimos años me salen más esquemáticos. En suma, se han mantenido los temas, pero he ido modificando a veces el estilo.
–¿Su escritura se ha hecho más sobria?
–Sí, estoy inmerso en un proceso de depuración en el que he ido desprendiéndome de lo superfluo. Cuando uno tiene 30 años es difícil renunciar a una página bien escrita, pero que no aporta gran cosa desde el punto de vista de la economía narrativa. A los 40 o 50 años, en cambio, no importa tanto tirar a la papelera un escrito porque no ayuda a que el texto avance.
–¿Por qué le impactó tanto la lectura de 'Viaje al fin de la noche'?
–Su lectura fue un 'shock'. Por su lenguaje, no se parecía a nada que yo hubiera leído antes. Y es que Céline inventó una lengua dentro de la lengua. Céline me enseñó, por ejemplo, que se puede construir una belleza asombrosa con materiales terribles, con el dolor, la guerra, el sufrimiento, el asco, la rapiña; en definitiva, con lo peor de la humanidad. La novela se publica en 1932, justo el año antes de que Hitler llega al poder, lo cual de alguna forma se intuye en el libro.
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