Antonio Paniagua
Sábado, 23 de enero 2016, 07:33
Los escoceses del la segunda mitad del XIX eran tipos aguerridos, osados y viajeros. Y así quiso ser un ilustre escocés, Robert Louis Stevenson (1850-1894). De niño jugaba a los soldados y leía 'Los tres mosqueteros'. Y algo se le debió de contagiar de ... aquellos personajes porque el escritor abrigaba el convencimiento de que la fuerza, la energía, la belleza y la rectitud son virtudes que al final acaban triunfando. De todo ello se desprende que Stevenson era un hombre que amaba la vida. "Muera un hombre a la edad que muera, morirá joven", proclamó el autor de 'La isla del tesoro'. Perteneciente a una estirpe de ingenieros y constructores de faros, Stevenson renegó de su carrera de ingeniero náutico y abogado para dedicarse a su auténtica pasión: la escritura. Hizo bien, porque un siglo largo después, sus obras siguen resistiendo el paso del tiempo.
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Quien nace con el don de narrar, lo demuestra en el arte novelesco y la tarea de contar su propia vida. Nadie va a discutir al escocés ser el padre de novelas memorables. De su talento para plasmar en el papel sus propios avatares hay ahora nuevas pruebas. La editorial Páginas de Espuma acaba de publicar el tercer tomo de la trilogía 'Escribir, Viajar y Vivir', que reúne la obra ensayística de Stevenson, textos que se encontraban dispersos en los periódicos de la época. Los tres volúmenes suman más de mil páginas, traducidas en un empeño titánico por Amelia Pérez de Villa, una empresa que le ha costado cinco años de trabajo. La última entrega, 'Vivir. Ensayos personales y biográficos', brindan la oportunidad de conocer en la intimidad a un hombre que ha poblado la imaginación de un sinfín de lectores con los fascinantes mares del Sur.
Los nativos de Samoa, en el Pacífico Sur, donde acabó sus días víctima de la tuberculosis, le llamaban con un hombre que no podía ser más atinado: Tusitala, que significa 'el que cuenta historias'. Este hombre que se recorrió Francia, los Alpes, los Estados Unidos y que incluso llegó a vivir una temporada en el lejano Oeste, escribía frente a todas las adversidades. Pese a los estertores de tos y hemorragias lancinantes, siguió alumbrando poemas, ensayos, novelas y textos de viajes. Su fama le llega sobre todo por pintar como nadie a los piratas, aunque R. L. Stevenson es mucho más que el creador de Long John Silver o del doctor Jekyll y míster Hyde. Tocado con una gracia especial, el escritor sabe con contar con encanto su vida: su gusto por los sermones, heredado de su abuelo materno, pastor de la Iglesia de Escocia; su embeleso ante la luz herrumbrosa de las costas golpeadas por el mar, ante el cielo de plomo que su padre difuminaba encendiendo la luz del faro; sus resabios moralistas, que destila cuando prodiga consejos a las doncellas para que su matrimonio no encalle.
Este buen conversador pensaba que la lucha es la esencia de las relaciones entre los hombres. "La sal de la vida es la batalla, hasta las relaciones más amigables son una especie de torneo". Su bonhomía y espíritu esperanzado pocas veces se nubló con la melancolía. Argumentaba que la literatura "no es más que la sombra de una buena conversación". Nada extraño en un hombre que pertenece a esa estirpe de grandes contadores de historias, dotado de rara pericia para recrear ambientes y personajes.
Su disfrute de la conversación no es óbice para que arremeta contra los charlatanes. En 1887 escribió estas destempladas palabras que parecen dirigidas contra los verbosos tertulianos de nuestros días. "Intentan ocultar su falta de ideas con una vitalidad de exposición absolutamente insana. Miran triunfantes a todos los asistentes como si buscaran el aplauso, y vuelven una y otra vez al mismo comentario con la misma energía y el mismo aspecto de novedad que tan irritante resulta".
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En su faceta de reportero el escocés demostró destreza y audacia para describir su errar trasatlántico en un camarote de segunda clase. Su relato sobre cómo huían de Europa personajes dominados por locas ambiciones llega a ser hipnótico. Atravesó una América de western en tren, desde una hostil Nueva York, con sus calles repletas de pistoleros, hasta una embriagadora San Francisco. Todas estas peripecias las aderezó con la inquietud social, con el reportaje de denuncia. Porque abominaba del racismo y las teorías supremacistas, del exterminio de las tribus indias y del odio por los inmigrantes chinos.
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