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Antonio Paniagua
Sábado, 28 de noviembre 2015, 08:02
«Nueva York es cutre. Ése es el adjetivo que mejor le cuadra». Después de once años viviendo en la Gran Manzana, Elvira Lindo está harta de la ciudad. La capital del mundo siempre ha sido un lugar hostil y duro, pero ahora aún más. ... Al menos la escritora ve Nueva York con síntomas de envejecimiento y decadencia, con más mendigos en las calles y magnates de dudosa ética adueñándose de edificios emblemáticos de Manhattan. Los alquileres están por las nubes y la carestía de la vida está expulsando a las clases medias a los suburbios, de modo que la vida bohemia e intelectual está huyendo hacia zonas más hospitalarias y baratas. En su último libro, Noches sin dormir (Seix Barral), un diario ilustrado con fotografías hechas por la propia Lindo, la autora parece sucumbir a la aspereza de una ciudad a la que solo se adaptan los nacidos allí y los inmigrantes venidos de países aún más inhóspitos.
A Nueva York le pesa ya la historia... y la dejadez. Menudean los edificios desvencijados, de los que cuelgan cables y aparatos de aire acondicionados antiquísimos, inmuebles que necesitan algo más que una mano de pintura. «Viviendo allí tuve la impresión de que un día se iba a caer uno y, como un castillo de naipes, iba a arrastrar a todos los demás».
Con la distancia que da ser un expatriado, Elvira Lindo siente más afecto por su país, aunque la crisis económica ha hecho que la gente esté malhumorada, propensa a la tensión y reticente. «Ahora todo se juzga moralmente. Se sospecha que el compromiso requiere un tono grave y eso lo hemos ido asumiendo todos. Al final, cualquier cosa hay que pensársela dos veces antes de decirla», sostiene. Las chanzas que gastaba en sus artículos hace once años, cuando se reía de sí misma representándose como una compradora contumaz, no se atreve a emplearlas ahora, pues los que usan las redes sociales para linchar al personal no admiten ironías. «Todo está más tenso y aburrido».
«Los españoles amamos más nuestro país cuando estamos fuera», argumenta la creadora de la saga de Manolito Gafotas. Lindo ha conocido a mucha gente que tira la toalla y abandona Nueva York, que asienta su fama en un buen puñado de mitos. «La ciudad está hecha para gente muy fuerte. Está poblada por un ejército de resistentes». No es verdad, por ejemplo, que sea la tierra de las oportunidades. Es mejor quedarse en casa que viajar sin un contrato de trabajo. A diferencia de los mediterráneos del sur de Europa, los latinos saben aguantar extraordinariamente la adversidad y son los primeros en enarbolar la bandera de las barras y estrellas. «Eso no ocurre con los europeos, pero es un hecho que evidencia muy bien lo potencia cultural que tiene Estados Unidos» y su capacidad de asimilación.
La escritora no se siente ni mucho menos pasión por los diarios, pero se propuso escribir el que ahora presenta como un testimonio de lo que sería su último invierno en la urbe de los rascacielos. Muchas de las fotografías publicadas en el libro hablan de ese frío inmisericorde, de calles borradas por la ventisca, escaleras llenas de hielo y nieve sucia arrumbada en los márgenes de las carreteras. Fue ese invierno tan crudo el que obligó a Lindo a guarecerse en casa y sufrir noches de insomnio, mientras miraba con ansiedad cómo merodeaban por la casa unos cuantos ratones. Porque Nueva York está infestado de roedores.
Con todo, al contrario que su marido Muñoz Molina, que no ha conseguido hacer amigos en la Universidad de Nueva York, Lindo sí que los ha hecho. Ella es más extrovertida y festiva, aunque en algunos pasajes del libro cae en momentos de melancolía y hasta inseguridad. Por ejemplo, deja escapar una confidencia: siente deseos de abandonar la publicación de libros, al menos de ficción, porque se siente muy expuesta. Los años le han hecho sentir cada más miedo a desvelar sus vulnerabilidades, a «escribir un libro y que esté en manos de todos». La periodista, que llegó muy pronto a cobrar por lo que escribía, lamenta haberse hecho popular. En su contra juega que a la mujer no se le perdona fácilmente que cuente cosas íntimas y personales, algo que en los hombres se tolera con mucha más indulgencia.
Y eso que Lindo nunca ha dejado de escribir, al principio con la Olivetti de su padre. Cuando se separó del padre de su hijo, que ha diseñado la cubierta del libro, arrojó la máquina de escribir por la escalera en un ataque de ira. Inmediatamente se arrepintió y fue recogiendo las teclas por los peldaños. Para la guionista, escribir es tan necesario como respirar. «Es como rezar. Es un oficio. También una forma de vida cuando se escribe para los periódicos. No dejaré de escribir. Mi fobia ahora, la que padezco desde hace tres años, es publicar un libro», confiesa en Noches sin dormir.
Sus temores vienen de lejos. Cuando los ejemplares de Manolito Gafotas se vendían como rosquillas, hay quien vio en el éxito una confabulación. «Alucino a veces con la gente Parecía que era una especie de negra para que a Jesús de Polanco le sonase la caja registradora, cuando la verdad es que todo fue azaroso».
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