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Miguel Lorenci
Sábado, 21 de noviembre 2015, 07:53
Javier Reverte (Madrid, 1944) detesta China. Nada del gigantesco país atrae al escritor y curtido viajero. Lo visitó fugazmente por primera vez en 1979 y ha regresado ahora. En ambas ocasiones se sintió «como un marciano». No entendió a los chinos, ni ellos a él, ... cuando el país salía del maoísmo y estaba aún bajo el mortífero yugo de la revolución cultural. En su retorno se ha repetido el desencuentro con una «desagradable» China convertida en paradigma del capitalismo salvaje. Lo cuenta en Un verano chino. Viaje a un país sin pasado (Plaza & Janes), primera incursión asiática de este curioso irredento que lamenta que el terrorismo «cierre fronteras y acabe con una era dorada para los viajeros».
Un amigo le impulsó a regresar a China para recorrer el curso de gigantesco y caudaloso río amarillo, el Yangtsé. De ese periplo surge un libro que recurre al humor para vencer su mala baba y su desazón «ante un modelo de civilización espantoso». Cuenta Reverte en clave jocosa lo que ve y cómo acabaron enamorados su amigo, «un gigantón de 1,93 metros», y la guía china que contrataron, «menos de metro y medio de mujer y una máquina de decir tacos con el rudo español que aprendió en el Camino de Santiago».
«Es una historia de amor y un cuento chino con el telón de fondo de un país aborrecible», ironiza Reverte, de quien se dice que hace literatura al andar y que, antes de recalar en China de tan mala gana, vagabundeó por África, descendió el Amazonas y el Nilo, cruzó el Cabo de Hornos y el Ártico por pasos ignotos y remontó el río Congo tras el fantasma de Joseph Conrad.
«No me gustó la China de los uniformes de corte militar, del libro rojo y la bicicletas que vi en mi primer viaje como periodista, como no me gusta la del ahora, de mastodontes urbanos e industriales, desigualdad, adoración del dinero y basura», dice Reverte sin perder la sonrisa y advirtiendo que no solo escribe de los países y lugares que le gustan. «No siempre hay que hacer libros felices. Cuento lo que veo, lo que me gusta y lo que no», advierte.
Lamenta que un país «milenario», según el tópico, hay sido capaz de «enterrar su cultura ancestral y su pasado» -de ahí el subtítulo- y de entrar en siglo XXI «mezclando lo peor del capitalismo con lo peor del comunismo». «Todo adobado -se duele- con un desprecio absoluto por el medio ambiente y una contaminación salvaje que se lleva cinco millones de vidas al año».
«Mao quiso crear un hombre nuevo. Para convertir a un país agrícola en industrial, quemó pagodas, vació el campo y mató de hambre a veinte millones de personas», explica. «Dando la espalda a su pasado, los chinos han asesinado a la poesía tradicional que era capaz de recitar un campesino, según contó Somerset Maugham, y han convertido en circo la elegancia del teatro chino», dice sin atreverse a prever el futuro del gigante asiático.
Viajó Reverte en todas direcciones en un periplo que este «mochilero por gusto» inició en Pekín y concluyó en Shanghái. Trenes, autobuses, aviones y barcos, le asomaron al Tíbet, al nacimiento y la desembocadura del Yangtsé -«un río mugriento y apestoso en muchos tramos»- y a la aldea donde nació Mao, en un recorrido «por un país sucio, capaz de hacer un arte del escupitajo, que no me ha gustado pero que me ha divertido».
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