Hay escritores que tienen la facultad insólita de ganarse el favor de esa abstracción surtida que englobamos bajo el concepto de gran público y de ganarse a la vez la admiración respetuosa y asombrada de sus colegas, al menos de los que no hayan perdido ... la capacidad de admirar a sus contemporáneos, pues de todo puede haber. Uno de esos escritores fue Charles Dickens, por ejemplo, adorado en su día por el gran público y admirado por los literatos, aunque es verdad que menos por los de su tiempo que por los posteriores, ya que a veces las cosas van lentas. El del colombiano Gabriel García Márquez es un caso similar al del británico, y las coincidencias se extienden hasta la dedicación de ambos al periodismo -que fue su campo de batalla contra la realidad cuando la realidad decidía ponerse intolerable-, en paralelo a sus respectivos ámbitos imaginarios, donde la realidad es menos un punto de partida que un punto de llegada: una construcción.
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Al igual que Dickens, García Márquez fue un novelista en estado puro: un prodigioso encantador de serpientes. Desde las primeras líneas de una novela suya, ya te había arrastrado a su territorio. Ya estabas allí, adonde había querido llevarte. A Macondo mismo, que viene a ser una miniatura exótica no sólo del mundo, sino de todos los mundos literarios posibles: desde los cuentos de hadas hasta el folletín, desde la epopeya a las historias de fantasmas.
En gran medida, García Márquez nos ganaba por el oído: su prosa tenía una cadencia envolvente, hipnotizadora, apoyada en recursos estilísticos endiabladamente artificiosos, aunque sin perder nunca su apariencia de oralidad: el gran cuentista que te encandilaba con su timbre de voz, con sus argucias de embaucador infalible. Pocos escritores han tenido una prosa más melodiosa que él, más ornamental y a la vez menos ornamentada, pues era la suya recia y concisa, mágicamente certera, ondulante, con su barroquismo jamás espeso, sino liviano y luminoso.
De joven tuvo aspecto de rumbero tarambana. De mayor, ascendió de rango y se le puso pinta de cantante de boleros. Y algo de bolero tienen sus novelas: entran por el oído para descender desde allí al corazón.
En sus últimos años andaba a malas con su memoria. Dicen sus próximos que ni siquiera recordaba que era el dueño de un mundo. El mundo que nos regaló. Ese mundo que seguirá girando sobre sí, aunque su dios haya muerto
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