La banalidad del mal

Gran premio del jurado en el Festival de Cannes, la película está inspirada en una novela de Martin Amis y narra, con un estilo seco y árido, la vida normal y corriente del comandante de Auschwitz Rudolf Höss (Christian Friedel) y su familia. Una visión y un enfoque que revela el transcurrir rutinario y apacible de unas personas que viven en su burbuja, indiferentes al sufrimiento e insensibles a la tragedia que afecta a miles de humanos al otro lado del muro.

Los vecinos del oficial no son otros que los prisioneros del campo de concentración más sanguinario de la II Guerra Mundial. Pared con pared, Höss y su mujer, Hedwin (Sandra Hüller), disponen de una hermosa y cómoda casa al lado de los barracones de la muerte. Sin embargo su mundo es otro y sus preocupaciones devienen en poder mantener el cargo con sus correspondientes prebendas.

Glazer, autor de dos piezas sorprendentes y personales, como 'Sexy beast' (2000) y 'Under the skin' (2013), se la juega a todo o nada. Su apuesta está llena de riesgo formal y osadía. Aborda el tema genocida desde la distancia. Evitando el subrayado, para ello ya está 'El hijo de Saúl' (2015), de Lászlo Nemes, y recurre a la insinuación desde un punto de vista sutil pero no por ello menos fulminante.

Los primeros compases son espeluznantes y marcan la pauta del dispositivo visual. La pantalla en negro al comienzo convulsiona al espectador con recursos técnicos/narrativos como su inquietante diseño de sonido y la penetrante música de una realidad escalofriante. Acto seguido, en planos largos y estáticos, personajes maravillosos en plan bucólico. Los fundidos son en un color rojo intenso. En planos generales, la parte cercana muestra el fluir costumbrista; en la larga distancia y con profundidad de campo, un runrún sobrecogedor y una chimenea regurgita humo y cenizas. El horror. La zona de interés te destroza.