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EDUARDO AÍSA - CRÍTICA DE ÓPERA
Miércoles, 31 de octubre 2018, 23:59
No deja de asombrarme la capacidad de esta querida compañía Ópera 2001, que nos visita exitosamente desde hace más de veinte años, para poner en pie cualquier ópera del gran repertorio a nivel sobresaliente. Esta vez también dieron en el clavo con un título siempre complicado por la gran cantidad de personajes que cantan y por lo conocidas que son sus arias, duetos y coros, no olvidemos que se trata de la tercera ópera más representada en el mundo en los últimos cinco años (según Operabase) sólo detrás de 'La traviata' y 'Carmen', lo que nos habla claro sobre su inmensa popularidad.
La primera dificultad superada con nota fue la presentación escénica, habida cuenta de la descomunal fantasía que derrocha esta obra, plagada de detalles irreales y fantásticos, que, dentro de las limitaciones de una compañía itinerante, estuvieron bastante bien resueltos y con mucho colorido.
La orquesta aportó limpieza y soltura a una escritura mozartiana no siempre fácil de hacer brillar. La obertura fue quizá lo más apagado, aunque puede tener su causa en la boca tan pequeña del foso del Bretón que supone prácticamente una sordina para la orquesta.
El coro estaba bastante ajustado en número de voces, pero su canto generoso lo suplió con creces y recibió merecidos aplausos.
El director eslovaco Martin Mázik, habitual en el podio estos últimos años, volvió a demostrar su inmenso oficio coordinando a la perfección foso y escenario, que no es nada fácil en este teatro y guiando con tino las variadas intervenciones de los cantantes.
Curiosamente no había en el elenco voces de las llamadas 'mozartianas', pero tampoco lo echamos en falta.
Comenzando por el joven tenor Santiago Sánchez que desplegó un magnífico príncipe Tamino, con voz fresca y bien timbrada, a pesar de algún exceso en los agudos, así como la magnífica soprano Francesca Bruni que cantó con autoridad una espléndida princesa Pamina bellamente contorneada (lástima la penosa peluca azul).
A la soprano Marie Pierre Roy le tocó luchar con las estratosféricas agilidades de sus dos famosas arias de la malvada Reina de la Noche, que resolvió con limpieza y facilidad pasmosas mostrando una notable voz dramática de coloratura.
Su contrapunto en la ópera, el virtuoso Sarastro que reina en el mundo de la sabiduría, de la razón y de la luz, estuvo muy bien encarnado por Ivaylo Dzhurov con su bella y poderosa voz de bajo.
El pajarero Papageno es un papel que siempre concita simpatía e hilaridad por su ingenua simplicidad y Mozart, con gran cariño, le destina algunos de los mejores compases de esta obra.
El barítono Thomas Weinhappel supo arrancar los mejores aplausos del público por su desparpajo en el canto y convincente interpretación teatral. Su pareja Papagena, aun siendo un rol de pequeño tamaño, estuvo bien cantado por la soprano Pauline Rouillard.
El veterano tenor Dimiter Dimitrov hizo lo que pudo, que es poco, como el moro Monostatos, que no es tan secundario como puede parecer a primera vista.
Espléndidas las tres damas de la Reina de la Noche y también los tres niños, aquí cantados por tres voces femeninas.
Apenas le salía su bella voz al joven orador, algo asustado y, por último, muy bien cubiertos los roles de los dos soldados.
En resumen: una estupenda función con abundante presencia infantil y juvenil a pesar del horario.
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