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Aunque su talla no era muy elevada (1,58 centímetros) poseía Ignacio de Loyola una tremenda capacidad de persuasión. La melena rubia hasta los hombros que orlaba su cara redonda y los colores vivos con los que vestía agradaban a las doncellas. En su gesto parecía residir un don natural para encantarlas y hasta el fin de sus días, de acuerdo a las descripciones de quienes lo trataron, fue un hombre sereno, afectivo y alegre. Se ha apuntado incluso la posibilidad de que tuviera una hija ilegítima en los años en que permaneció en la casa del duque de Nájera, conocida primero como María de Villarreal (nombre de la madre) y después como María de Loyola. Tal vez para ella fuera ese dinero que el capitán le pagó, según su autobiografía: 'Y cobro los dineros mandándolos repartir en ciertas personas a quienes se sentía obligado'.
Así cuentan las profesoras María Laura Lara este capítulo de la juventud «mundana» de San Ignacio de Loyola, futuro fundador de la Orden Jesuita, desarrollado en tierras riojanas en las primeras décadas del siglo XVI. Y lo hacen en su libro 'Ignacio y la Compañía. Del castillo a la misión' (Editorial Edaf, 2015), ganador del XIII Premio Algaba. La semilla de San Ignacio se repartió por el mundo entero, y no solo de manera espiritual sino, también, familiar. En Chile, por ejemplo, la extensión del apellido Loyola investiga ese vínculo de sangre.
Hace ahora 500 años, y coincidiendo con el V Aniversario del Sitio de Logroño, las tropas francesas de Francisco I apoyaban a las de Enrique II en su empeño por recuperar el Reino de Navarra, bajo el liderato de André de Foix, más conocido como Asparrot. El 20 de mayo de 1521 se plantó el ejército franconavarro ante Pamplona, lo que la población aprovechó para alzarse contra Antonio Manrique de Lara, duque de Nájera y virrey de Navarra, quien escapó de la capital ante la superioridad enemiga. Entre los escasos militares castellanos que permanecieron defendiendo la fortaleza se hallaba el capitán guipuzcoano Íñigo López de Loyola, hombre de confianza del virrey, quien resultó gravemente herido en ambas piernas durante el bombardeo galo.
Tras rendirse la plaza pamplonesa, fue conducido el oficial a su casa familiar de Loyola, en Azpeitia, donde durante meses anduvo debatiéndose entre la vida y la muerte. Mas no quiso el destino que aquel fuera su final. En su larga convalecencia, se empapó el futuro santo de libros religiosos, de vidas ejemplares, en los que no solo halló la paz que buscaba tras años cortesanos y marciales sino, también, una misión mucho más profunda y trascendente.
En marzo de 1522, recuperado de sus dolencias, abandonó Guipúzcoa Ignacio de Loyola con el deseo de viajar a Tierra Santa. En su peregrinación, arribó al castillo de Navarrete, a fin de visitar al hasta entonces su señor y medio pariente Antonio Manrique de Lara. Pero el duque de Nájera estaba ausente, pues escoltaba al recién elegido Papa Adriano VI, quien también viajaba hacia el Mediterráneo, en su caso a Roma.
Prudente, no quiso Loyola cruzarse en el camino del nuevo Pontífice, pero sí pudo cobrar los sueldos que el duque le adeudaba por sus servicios militares y satisfacer a su mesnada, así como otras «deudas morales», como la de reconocer y dotar a una hija que pudo haber tenido en Pedroso y que, según varios autores, se llamaba María Villarreal de Loyola. En el libro 'Los años riojanos de Íñigo de Loyola', obra del jesuita José Martínez de Toda, aparece la figura de María Villarreal o María de Loyola, dentro del testamento de Aldonza Manrique de Lara, hija del II duque de Nájera. «Íñigo pudo tener una o varias hijas, pero hasta ahora no hay ningún documento que garantice esa suposición», afirma Martínez de Toda.
En dicho testamento, de 23 de agosto de 1562, ordena doña Aldonza que por «(...) cuanto María de Loyola, que por otro nombre se llama Villarreal, me ha servido por siete u ocho años, y ellos me ha hecho muy buen servicio, mando que se le dé a dicha María de Loyola doscientos ducados en dineros y una cama de ropa, que tenga tres colchones de los mejores que hubiere en mi casa y seis sabanas de roan (Ruan, Francia) buenas y una manta colorada buena y una colcha de Holanda buena y cuatro almohadas labradas de las mejores que hubiere en mi casa... y un jubón de raso negro que tuve de mi señora la duquesa doña María, lo cual mando que se le pague por el dicho servicio que me ha hecho y por descargo de mi conciencia por deuda que le debo, y en aquella vía y forma que mejor hubiere lugar de derecho».
Desde la ciudad chilena de Chillán (región de Ñuble), José Ignacio Loyola Domínguez lleva años investigando su parentesco con el fundador de la Compañía de Jesús. Además de otros familiares, en esta busca también colabora el abogado Luciano Francisco Cruz Muñoz, miembro de número del Instituto Chileno de Investigaciones Genealógicas, quien ultima el libro 'San Ignacio y los Loyola de Chile. Una duda genealógica'.
«Es cierto que no hay prueba documental que confirme al cien por cien que María de Loyola fuera hija natural de San Ignacio –explica José Ignacio Loyola desde Chile–, pero de generación en generación siempre se ha dado por supuesto en mi familia. Además, hay dos detalles muy significativos: que el testamento de doña Aldonza Manrique de Lara trate a María de Loyola como a una hija y que, además, los descendientes directos de Loyola en Chile acogieran a la posible bisnieta del santo con la mayor protección, respeto y cariño posibles».
Aunque otros investigadores, como Martínez de Toda, han localizado a una María de Villarreal en Pedroso, nacida en otra familia, José Ignacio Loyola está convencido de que María de Loyola es fruto de una aventura entre San Ignacio y Aldonza Manrique de Lara.
«Es curioso que doña Aldonza, hija del II duque de Nájera –en cuya casa sirvió Íñigo hasta 1521–, se ausentara para ingresar en el convento burgalés de Santa Clara, pero tiempo después regresó a Nájera alegando problemas de salud. Nunca se casó, pero puso gran empeño en fundar el convento de Santa Elena –que aún existe–, donde falleció en el otoño de 1562. ¿Cuál era 'por descargo de mi conciencia por deuda que le debo a María de Loyola', según su propio testamento?», argumenta el descendiente chileno.
Décadas más tarde, María de Loyola se casó con Juan de Vergara Gaviria, de cuyo matrimonio nació, al menos que sepamos, Juan de Vergara de Loyola. Establecido en América, hacia 1570 Vergara de Loyola contrajo matrimonio con Beatriz de Rivera, documentado en el Libro del Antiguo Obispado de Concepción, escrito por Gustavo Opazo Maturana. De esta unión, a su vez, nació una niña a la que llamaron María de Loyola en homenaje a su abuela y a la fama y el poder que ese apellido estaba adquiriendo. «La familia Loyola tiene su raíz chilena en 1593, a través del capitán español Jerónimo Sedeño de Arévalo, quien llegó desde Perú como corregidor de Quillota (Chile) –corrobora el investigador y genealogista Cruz Muñoz–. En Lima se había casado con María de Loyola (1590), hija de Juan de Vergara de Loyola y 'pariente' del gobernador Martín García Óñez de Loyola, sobrino nieto de San Ignacio».
José Ignacio Loyola. Descendiente chileno del santo
Es relevante que Martín García Óñez de Loyola protegiera y tratara con deferencia a María de Loyola y a su marido Jerónimo Sedeño de Arévalo, a los que nombra como parientes. «En mi familia estamos convencidos de que Martín García Óñez de Loyola sabía de la existencia de la hija de San Ignacio y por eso protegió a su prima María». Lo mismo ocurre tanto en el 'Libro del Antiguo Obispado de Concepción' como en la 'Historia de Talca', ambos de Opazo Maturana, que confirman que García Óñez consideraba al matrimonio como pariente y siempre trató con 'hijodalgo notorio' al esposo, Jerónimo Sedeño.
«¿Por qué María de Loyola no decía que era descendiente de San Ignacio? Porque en Chile era más conocido e influyente su familiar García Óñez de Loyola, quien además llevaba el mayorazgo de la familia», concluye el chileno José Ignacio Loyola.
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