Halloween vino para quedarse
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«La muerte no da miedo si se ve con normalidad, con la misma normalidad con la que se ve la vida»Como la Coca-Cola, como el ketchup, las bombas sucias, las películas del Oeste, la hamburguesa y mil cosas más en las que nos ganan por goleada, y que tiene una sola razón de ser: la pela es la pela. Nos dejamos conquistar con toda ... la alegría del mundo. Y tan felices.
Ya de niño, y en mi pueblo natal, la víspera de Todos los Santos cogíamos una calabaza más bien grande, la vaciábamos, le hacíamos unos ojos y una nariz, metíamos una vela encendida dentro y por las tapias del pueblo, ya de noche, hacíamos el indio y nos lo pasábamos pipa. Los mejor dotados de posibles se disfrazaban de algo y los que no teníamos esos posibles nos pitábamos la cara con carbón y a correr. ¿Quién inventó el Halloween, ellos o nosotros? Lo que sucede es que en el mundillo anglosajón todo lo que tiene que ver con el 'money' lo manejan muy bien, o por lo menos mejor que nosotros que somos bastante papanatas y casi todo lo de fuera nos parece mejor.
Yo no pretendo aguar la fiesta a nadie porque no me va. Pero lo que he visto estos días en la tele y en la calle me da mucha rabia, ¿qué quieren qué les diga? O sea que en estos días intentamos que nuestros chiquillos se familiaricen con la familia Adams, que se disfracen de zombis, de calaveras o esqueletos vivientes, de vampiros que chupan la sangre, de Drácula padre y Draculín hijo, de Frankenstein y similares, de ataúdes cuyas tapas se abren y de los que salen cráneos con arañas y serpientes que van y vienen como Pedro por su casa, y luego, de forma absolutamente incoherente, no les permitimos que se acerquen para nada a la realidad real –permítaseme la redundancia– y evidente de la muerte.
De la muerte concreta de seres queridos y muy cercanos, del abuelito o de la abuelita por ejemplo. «No se vayan a traumatizar», «no se vayan a frustrar», dicen. Y aquí viene ahora mi pregunta del millón: ¿Cuántos muertos, asesinatos, crímenes horrorosos ven nuestros chiquillos, no en la televisión que apenas miran, sino en los videojuegos que ellos mismos manejan y programan? Por lo tanto traumatizar, de qué.
Cualquiera de mis lectores de una edad similar a la mía en su niñez fue monaguillo como corresponde. Yo vi con mis propios ojos que se comerá la tierra no un muerto o dos, muchos, acompañando al cura en los últimos sacramentos, y nunca –repito, «nunca»– me he sentido frustrado o traumatizado para nada. La muerte no da miedo si se ve con normalidad, la misma normalidad con la que se ve la vida. ¿Por qué razón nuestros niños no pueden ser capaces de asomarse a la muerte con naturalidad si es lo más natural que hay?
Quiero traer a colación algo que no hace muchos años se hizo tradicional en nuestro país: dar por los medios en la víspera de todos los santos alguna de las muchas versiones que nuestro cine y nuestro teatro hicieron del inmortal 'Don Juan Tenorio' de José Zorrilla. No pretendo para nada que se vuelva a reponer esa tradición. Sí quiero manifestar que no es de recibo sustraer a las generaciones que vengan algo tan humano y tan de sentido común como es la realidad de la muerte. Solamente así se mantendrá en su justo término el sentido de la vida.
El ser humano de todos los tiempos y de todas las culturas se ha hecho la gran pregunta que tiene muchas respuestas o tal vez una sola, o ninguna para muchos: ¿Qué hay después de esta vida? ¿Hay algo o no hay nada? Tal vez sea esta la pregunta más definitiva de la historia de la humanidad y también de la historia de las religiones. El hecho cierto es que si no se aborda de frente y por derecho esta pregunta, algo absolutamente importante habrá caído en el vacío, en la nada.
Yo bajo a menudo al cementerio y les puedo asegurar que allí se pasea y se reza muy bien. Y no lo digo en broma. Y es bueno que sepan que hasta no hace mucho tiempo nuestro cementerio municipal de Logroño estaba adornado en sus tapias con fragmentos de las 'Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre', un poema, por llamarlo de alguna manera, que expresa grandes verdades de la existencia humana, de una forma tan acertada que nadie ha sido capaz de superarla. Son expresión de algo que a todos nos toca, a todos sin excepción: la vida, la fragilidad, el paso del tiempo, el recuerdo, la perspectiva de la muerte y, sobre todo, la necesidad de buscar una forma de afrontarla y encararla. La muerte siempre será, paradójicamente, la gran lección de la vida. Reto a mis lectores a pensar seriamente de qué va esta lección.
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