Una de las espectaculares estaciones del metro de Nueva York construida por Guastavino. Shutterstock

Los Guastavino, apasionados constructores de belleza

Javier Moro novela las vidas de los olvidados renovadores de la arquitectura en Estados Unidos / La impronta de los arquitectos e ingenieros españoles pervive en ceca de 400 edificios de la Gran Manzana

Martes, 20 de octubre 2020, 18:45

Idolatrados por arquitectos e ingenieros, el gran público español desconoce el enorme talento y los logros técnicos de los arquitectos Rafael Guastavino Moreno (1842-1908) y su hijo Rafael Guastavino Expósito (1872-1950). Cambiaron la arquitectura de Nueva York y dejaron su impronta en dos millares de edificios en EE UU. «Fueron apasionados creadores de belleza. Forjaron un estilo, un concepto y una marca que pervive. Un legado que trato de reivindicar», dice Javier Moro (Madrid, 1955) escritor que novela sus «increíbles» vidas en 'A prueba de fuego' (Espasa).

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El padre llegó a Estados Unidos en 1881, con 40 años, una carrera exitosa y un fracaso personal a sus espaldas. Su mujer le dejó y se llevó a sus tres hijos mayores al saber que tuvo al cuarto, Rafael, con la criada.

Nacido en Valencia, había triunfado en Barcelona con 24 años gracias a la factoría Batlló, imitada referencia de la arquitectura fabril. Se arruinó, estafó a sus conocidos para huir a Nueva York con su amante y su hijo, para volver a triunfar y arruinarse otras dos veces. «Llegó sin nada y acabó diseñando el paisaje urbanístico de EE UU. Se casó de nuevo y tuvo más amantes. Si invento una vida así no hay quien se la crea. La realidad es siempre más fuerte que cualquier ficción», asegura Moro, ganador de Planeta en 2011.

Rafael Guastavino padre, con sombrero (dcha.), sobre una cercha de la Biblioteca Pública de Boston en construcción. Espasa

La clave del éxito de Guastavino fue tecnificar unos sistemas constructivos seculares en el mediterráneo -las bóvedas tabicadas de origen árabe y romano- y adaptarlos a las necesidades de la potente economía americana. Sus finas estructuras de ladrillo ignífugo permitieron crear grandes espacios públicos y fabriles con una seguridad desconocida. Su resistencia al fuego fue su mejor activo en un país conmocionado por los incendios que devastaron Chicago y Boston en 1871 y 1872. «Apenas hablaba inglés, así que alzó una bóveda y la prendió fuego ante constructores y periodistas. Con las llamas a mil grados, mantuvo el fuego vivo cuatro horas. Al apagarlo, la cúpula seguía firme. Desde entonces le llovieron los encargos», relata Moro.

«Quería contar al hombre que hay detrás del genio. Cómo consiguió hacer lo que hizo», agrega el escritor, que dispuso de un centenar de cartas inéditas cedidas por la familia. «Sin ellas no habría libro. Encierran las historias de amor y las de vergüenza; la estafa a sus amigos y el engaño a su mujer».

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«Era genial también como estafador, y un desastre en su vida personal. No cumplía ni un presupuesto. Cubría una mentira con otra en una bola que al final le estallaba en las manos. Se arruinó de nuevo en América, al punto de no tener para comer. Lo perdió todo en un timo y debió empezar de cero. Su sueño americano no fue fácil», ilustra Moro. Necesitó once años para codearse con los grandes de la arquitectura y las finanzas, «como José Francisco Navarro, un vasco que hizo dinero en Cuba y financió y construyó el metro de la Sexta Avenida».

Talento brillante

Padre e hijo participaron en obras en todo el país durante 60 años, casi 400 trabajos en la Gran Manzana. Su talento brilló en las bibliotecas públicas de Boston o Nueva York, la capilla de San Pablo de la Universidad de Columbia, las bóvedas de la demolida Penn Station, una maravilla de cristal y hierro forjado, las de Grand Central Station, los edificios de la Western Union o el de Tiffany, el puente de Queensboro y decenas de rascacielos. Construyeron viviendas para potentados como Astor, Rockefeller o Vanderbilt, y la bóveda de la Sala de Registro de Ellis Island, la puerta de entrada de los inmigrantes a EE UU. «Tras tres décadas de abandono se caía a pedazos, pero de las 30.000 losetas de los Guastavino que adornaban la bóveda solo hubo que cambiar diecisiete. Estaba intacta. Fue un trabajo excelente, asombroso», destaca Moro.

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El Oyster Bar de Grand Central Station con las bóvedas tabicadas de Guastavino. shutterstock

Todas las obras se realizaron entre 1885 y 1962, cuando se liquida la 'Guastavino Fireproof Construction Company' que creó el padre, dueño de ochenta patentes. Siempre las firmaron otros arquitectos, pero hubieran sido imposibles sin la pericia técnica de los Guastavino. «Su estilo marcó la construcción pública. Fue tendencia, creó moda y una marca con muchos imitadores», reitera Moro, que descubrió pronto que Rafael, el hijo de Paulina, la criada, «también era genial». «Como los artesanos medievales, el padre lo convirtió en su aprendiz. Pero el hijo le superó en la catedral de San Juan el Divino, en Nueva York, el mayor templo neogótico del mundo, y generó los celos del progenitor», detalla Moro.

«Nunca antes había escrito en primera persona», explica el autor que convierte en narrador al hijo «que quiere saber quién es y por qué le ha tocado vivir lo que ha vivido». «Su padre le dio su nombre y fue su heredero profesional, espiritual y artístico. Pero se sintió abandonado durante toda la vida. Como hijo de la criada, su destino era ser un campesino en un pueblo de Tarragona por un mísero jornal. El amor de su padre lo convirtió en uno de los grandes arquitectos de su tiempo».

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«El arquitecto de Nueva York», tituló el 'New York Times' el 2 de febrero de 1908 el obituario del talentoso emigrante valenciano que conquistó y moldeó el estilo de la capital del mundo.

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