Grupo salvaje

Solo con la presentación de la película a cargo del propio realizador, marcando su estrategia como creador avisando al espectador de las intenciones de su propuesta, evidencian el grado de pomposidad de un autor de un narcisismo patológico. Trier previene de que lo que único que pretende es filmar acorde al decálogo de Dogma 95 un producto inofensivo, alejado de sermones y con una voluntad de mofarse de la cultura trivial. Una sobredimensionada jactancia que no empaña, por otra parte, un trabajo sujeto al esquema tradicional para armar una inventiva llena de cinismo y mala baba.

Ya el planteamiento contiene salfumán y va a las bravas. Un empresario mezquino y débil, Daun, contrata a un actor en horas bajas, Kristoffer, para que se haga pasar por el director de la firma y activar el protocolo de despido del personal y poder vender la empresa.

Una ocurrencia genial y afilada que habla de los feos modos de emplearse de los ejecutivos del capitalismo insano y, por otra parte, del atolondramiento de un actor de método que acepta una tarea que parece sencilla y cuya marrullería le afecta moralmente. Kristoffer es un don nadie que tiene su ego y afirma que el personaje es su ley y el guion es mi tribunal. Una careta que vale para el teatro pero no para las cosas de la vida. Cuando el encargo explosiona, la conciencia ataca, el giro se torna antisistema y Trier se ríe. Y el público se divierte.