Golondrinas y pajarracas
CON LOS SIETE SENTIDOS ·
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CON LOS SIETE SENTIDOS ·
Aquel día iba hacia casa con la niña de 4 años que extrañamente estaba callada y pensativa. Ante tamaño despropósito no pude por menos que preguntarle por el motivo de ese nubarrón que la envolvía. Ella muy seria me contestó que esa mañana una señora ... en la calle la había llamado «pajarraca». Tras preguntar por los posibles motivos que había tenido la señora para decirle eso, y su respuesta que había sido por hablar mucho, yo traté de suavizar el asunto, pues no lo conocía al completo. Argumenté que quizás era para que se diese cuenta de que era molesto tanto hablar, aunque la palabra usada era fea, que lo importante era portarse siempre educadamente, y etc. Concluí con otro (inútil) argumento: yo también te digo a veces «golondrina». «Sí, —contestó la niña— pero eso es bueno».
Y es que los niños tengan 1, 10 o 90 años entienden cuando se les habla con cariño y cuando se hace hirientemente o sin respeto. Esa breve anécdota me llevó a recordar que un año antes había ideado para el colegio la «máquina de cambios».
La «máquina de cambios» –el dibujo plastificado de una maquinita con un tubo de entrada y otro de salida pegada en una cartulina– surgió precisamente por cosas como esta: insultos y frases despreciativas que los niños se prodigaban unos a otros, e igualmente las que dirigían los padres hacia los hijos y los hermanos entre sí.
En el tubo de entrada se colocaba una tarjeta roja (pegada con velcro a la cartulina) con la palabra o frase a cambiar, por ejemplo: «eres un desastre/ inútil/ rompetodo/ pajarraca/ terremoto...» y se cambiaba por otra positiva o neutra (en una tarjeta verde pegada con velcro en el tubo de salida), por ejemplo: «esto está desordenado/ puedes ser más cuidadoso/ saltarín/ lorillo/ golondrina...». Las nuevas palabras debían trabajarse durante un tiempo determinado. Ciertas familias me recuerdan que todavía usan la maquinita cuando ven que se van de la boca.
Todo esto que parece nimio –me refiero al hecho de cómo nos hablamos: entre los propios adultos, los adultos hacia los hijos, y los hijos y los alumnos entre sí– se ve ahora con una suma preocupación. Tan relevante es que hasta el Ministerio de Asuntos Sociales emite un anuncio donde se expone que las frases negativas que decimos a los hijos –ya sean heredadas, sin pensar o adrede– constituyen un maltrato verbal que los marcará gravemente y abocará a formar falsas autoestimas: de engañosa superioridad, prepotentes o despectivas (como ellos lo han sufrido) o de interioridad pues no han sido capaces de encontrar otra respuesta al reiterado desgarro emocional.
Una palabra nos salva o nos condena en un momento, pero una infancia llena de palabras, expresiones, ademanes ultrajantes nos hunde y encadena para siempre a la violencia. O no. «Nuestra voz es la llave de la suya».
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