Ana Vega

La sopa de ajo, ubicua y transversal

GASTROHISTORIAS ·

Consuelo de pobres o capricho de ricos, unió a los españoles bajo una misma bandera culinaria

Ana Vega Pérez de Arlucea

Viernes, 2 de febrero 2024, 00:51

Sopas de gato, de maimones, de rastrojo, de pastor, de caballo cansado, serranas o cachorreñas. Sopa castellana, aragonesa, a la riojana, zurrukutuna, oliaigua de Menorca y pancuit mallorquín... Son solo algunas de las muchísimas variantes regionales o locales que la sopa de ajo tiene en ... nuestro país. Cuando a finales del siglo XIX los intelectuales españoles se empezaron a interesar en la gastronomía se empeñaron en buscar pruebas de una posible cocina nacional que unificara de algún modo nuestro paladar y sirviera de sabroso cimiento patriótico.

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Mariano Pardo de Figueroa y José Castro y Serrano, autores en 1888 de 'La mesa moderna' bajo los alias de Doctor Thebussem y El Cocinero de S.M., decidieron glorificar al cocido como el pegamento que secretamente soldaba entre sí a nuestros diversos fogones federales. Hoy en día podríamos alegar que los españoles nos vemos más representados en la tortilla de patatas, el jamón o las croquetas de ídem, pero ya hace un siglo hubo quien protestó ante la preeminencia cocidista y defendió que la receta que realmente vertebraba el país era la sopa de ajo.

La marquesa de Parabere (o lo que es lo mismo, María Mestayer Jacquet) escribió en su 'Historia de la gastronomía' (1943) que la sopa de ajo era una receta sobre la que no se podía decir nada «ya que no solo a cada provincia, sino hasta a cada hogar, le gusta de una manera distinta», pero que sin duda se podía calificar de plato nacional añadiéndole la coletilla de «servido al gusto de cada uno». Ya fuera más espesa o más caldosa, hecha con pimentón o sin él, en compañía de jamón, chorizo, bacalao, comino, tomate o pimientos y elaborada con un tipo de pan u otro, la sopa de ajo conservaba su esencia a pesar de que se camuflara tras distintos nombres o tradiciones culinarias.

Pan y pimentón

La semana pasada vimos aquí que en el siglo XVII ya existía un plato muy similar denominado migas de gato, y como sopas de gato –recuerden, antiguamente la sopa siempre se conjugaba en plural– fue definida en el 'Diccionario de Autoridades' de 1739 con una fórmula digna de un libro de cocina: «Las sopas que se hacen friyendo una porcion de azeite con unos ajos, y después se echa el agua correspondiente à las sopas que se han cortado y se sazona el caldo con sal, y pimienta, ò pimentón». Lo que daba sustancia y nombre a la receta eran las sopas de pan, pero ya aparecía el ajo como ingrediente fundamental junto a la pimienta (en caso de la variante gatuna) y el pimentón, que se popularizaría a lo largo del siglo XVIII en toda España y pasaría a ser el elemento definitorio de la sopa de ajo en gran parte del país.

Fácil de elaborar, rápida y barata, esta sopa ajera estaba presente en todos los hogares. Para los pobres era uno de sus sustentos principales y prácticamente la cena diaria, mientras que los ricos tampoco le hacían ascos gracias a las diversas opciones que había para ennoblecerla usando caldo de cocido, embutidos o huevos. La sopa de ajo también estaba presente en tabernas, fondas y posadas para viajeros, y siendo considerado un alimento sustancioso a la par que de suave digestión se solía dar a enfermos, ancianos y niños. En marzo de 1797, por ejemplo, el 'Semanario de agricultura y artes dirigido a los párrocos' hablaba de la dieta ideal de los bebés destetados diciendo que «en muchas partes se les suministran por la mañana sopas de ajo: es muy conveniente para fortificar su constitución y libertarles de muchas enfermedades».

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Ya fuera por su carácter de manjar infantil o de plato eminentemente casero, la sopa de ajo se convirtió para muchos españoles del siglo XIX (en pleno auge de la cocina burguesa y afrancesada) en lo que ahora entendemos como la famosa magdalena de Proust: un sabor que te transporta automáticamente al pasado o a un estado mental de felicidad. El sacerdote y escritor jerezano Luis Coloma caracterizó a uno de los personajes de su novela 'Pequeñeces' (1891) como a un poderoso político que aún «sentía en el estómago la nostalgia de aquellas nutritivas sopas de ajo, no digeridas del todo, que habían hecho de él un tanto robusto hombre de Estado, y fueron su cotidiano alimento en los tiempos en que rompía sus primeros calzones entre los pilletes de cierta playa de las costas asturianas».

«Del pueblo y de la clase mesocrática»

Y en 'La cocina española antigua' (1913) doña Emilia Pardo Bazán presentaba su receta sopadeajera diciendo: «He aquí la modesta sopa del pueblo y de la clase mesocrática española. Como el gazpacho, será rehabilitada un día, porque es sana, apetitosa, y hoy ya se sirve en Cuaresma en mesas muy aristocráticas. Más de un señor que tiene cocinero pide en el Suizo de la calle de Alcalá, al volver del teatro, unas sopas de ajito, y se las come con delicia».

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La sopa de ajo era una experiencia común, una bandera caliente y gustosa bajo la que cobijarse y que unía mucho más que la rojigualda. Como escribió Benito Pérez Galdós en 'La de los tristes destinos' (1907) «este pueblo heroico y mal comido saca su sangre de sus desgracias, del amor, del odio... y de las sopas de ajo». Del amor de don Benito por la sopa y de los suspiros literarios por este plato hablaremos la próxima semana.

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