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Hace no tantos años el hambre empujaba a la gente, incluso a los niños, al monte. Sin más permiso que el de la supervivencia recolectaban, pescaban y cazaban lo que la montaña ofreciera. Se les conocía como «trabajadores del monte» y hoy se les llamaría « ... furtivos», por ese carácter ilegal de la actividad. Pero ayer alimentaba a las familias, que construyeron una cocina propia, capaz de doblegar la dureza de lo salvaje.
En una de las zonas más despobladas de España, Edorta Lamo, chef de la casa Arrea en Santa Cruz de Campezo, rinde en su cocina un homenaje a los platos de sus abuelos, elaborados con frutos, cangrejos y truchas, palomas y jabalíes, «esos productos fetiches del furtivismo», dice Lamo, quien trabajó en Nueva Jersey (Estados Unidos) y San Sebastián hasta que se mudó con su familia al pueblo donde tenías las raíces familiares.
«Es la montaña alavesa, fronteriza con Navarra y La Rioja», cuenta Lamo en Reale Seguros Madrid Fusión. «Es la historia de ser fronterizo, de la tierra poco conocida y la más despoblada de Euskadi, de accesibilidad difícil y clima extremo que define nuestra cultura y nuestra sociedad. Vuelvo a la época cuando las propiedades de la tierra mandaba sobre gente, a la que no daban los números para sostener a la familia. Nace la supervivencia, acompañada de tristeza, hambre, sufrimiento, pero también de ingenio, valentía y garra, en uno de los oficios peor valorados de nuestra historia: el furtivismo. Una manera de pescar, recolectar o cazar de forma ilegal».
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Aquel furtivismo por necesidad no puede compararse con la actual (cazadores bien armados con carácter deportivo y ególatra). La mayoría de las veces los vecinos de esas regiones empobrecidas iban desarmadas. Una de las personas que inspira a Lamo tiene 94 años, y empezó a acudir al monte para «ganar unas perras» a los nueve años. «Lo que más me gustaba era pescar cangrejos y truchas», recuerda Julián Foronda Zurbano, el último trabajador del monte, el último furtivo.
En los setenta llegó la industrialización y las migraciones a las grandes ciudades, y estas prácticas fueron desapareciendo. La gente de los pueblos escondía su pasado. «No se llevaba con orgullo, sino con baja autoestima y vergüenza», afirma Lamo, que lamenta la escasa documentación del tema, sin que sea obstáculo para que su cocina se centre en ese pasado. «Trabajar en el entorno virgen que nos provee un 95% de la despensa en un radio de 30 km es un regalo para nosotros en Arrea. Es lo que hacían nuestros abuelos, aunque ahora se considere revolucionario. Nos rodeamos de vecinos que nos cuentan cómo recolectaban, pescaban, cazaban».
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