El restaurante valenciano, envidia del Madrid sitiado
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Los banquetes de La Marcelina dieron pie a que en la Guerra Civil se dijera «marcelinear» como sinónimo de «darse la gran vida»Ana Vega Pérez de Arlucea
Viernes, 27 de enero 2023, 00:47
El 7 de noviembre de 1936 Valencia se convirtió en capital de la República y sede del Gobierno. A pesar de ser nacido en el madrileñísimo barrio de Chamberí, el entonces presidente del Consejo de Ministros, Francisco Largo Caballero (1869-1946), ordenó la mudanza institucional ... debido al avance de las tropas sublevadas hacia la ciudad. La Guerra Civil había empezado apenas cuatro meses antes pero la caída de Madrid parecía inminente.
Aquella decisión no sólo tuvo importantísimas consecuencias en cuanto a estrategia bélica o situación geopolítica, sino que también tuvo un inesperado efecto dentro de la escena gastronómica de España. La capitalidad convirtió a Valencia en el centro político del país y también, consecuentemente, en el lugar en el que mejor se comía, bebía y alternaba. El traslado de los ministerios trajo consigo el de los los partidos, los sindicatos y otras organizaciones de ámbito estatal, que a su vez fueron seguidas por un numeroso séquito de funcionarios, periodistas y adláteres varios.
La ciudad del Turia, aún bien aprovisionada y lejos de los frentes activos, era la antítesis del Madrid asediado por los nacionales, donde escaseaba la comida y abundaban las bombas. En la villa del oso y el madroño la marcha de las autoridades se interpretó como una traición, una huida cobarde en busca de sol y tranquilidad. Nació la idea del «Levante feliz», expresión acuñada por el periódico La Voz, en diciembre del 36, para referirse a esa burbuja de bienestar en la que parecía vivir Valencia.
Los diarios madrileños reflejaban puntualmente los espectáculos, cuchipandas y reuniones sociales que se organizaban en tierras valencianas. «Nosotros aguantamos los obuses mientras los demás van al cine», clamaba La Voz. El semanario conquense Libertad tildaba al «Levante feliz» de «retaguardia vergonzante y burguesa»..
Obviamente no todos los valencianos comían opíparamente. En el libro 'València: capital de la República' (1986) se cita una crónica del corresponsal francés Yves Dautun según la cual la mitad de Valencia casi no tenía nada que llevarse a la boca, pero la otra mitad se hartaba. El periodista galo detallaba los exquisitos «menús de guerra» de los hoteles valencianos (aperitivo, dos platos, postre, café y licores) y mencionaba al restaurante más famoso de la ciudad, el preferido de los nuevos ricos y de los gerifaltes llegados de Madrid: La Marcelina.
Refugio de 'gourmets' y glotones durante la Guerra Civil, el restaurante La Marcelina sigue teniendo sus puertas abiertas al mar Mediterráneo. Si pasan ustedes por Valencia pueden entrar en este templo del epicureísmo desde el paseo de Neptuno nº 8 o directamente desde la playa del Cabañal -también llamada de las Arenas-, en donde Marcelina Aparicio López (1849-1931) abrió el merendero original en 1888.
Doña Marcelina consiguió fama por sus deliciosos arroces y mariscos. Cuando falleció en 1931 ya era considerada una pionera de la gastronomía valenciana, habiendo transformado su chiringuito de caña en un restaurant de postín en el que se servían bodas y banquetes de primera categoría. Tan bien le fue que en los años 20 su hijo José abrió un segundo local, 'Pepe el hijo de La Marcelina', mientras que La Marcelina primigenia quedó en manos de su primogénito, Ramón Braulio Aparicio.
Durante la capitalidad republicana de Valencia, entre noviembre del 36 y octubre del 37, los de Pepe y Marcelina se convirtieron en los comedores más célebres de España. La casa matriz incluso inspiró un nuevo término que, aunque no llegó a ser incluido en el repertorio de la RAE, sí que alcanzó cierta popularidad en tiempos del envidiado Levante feliz.
Lo contó Rafael García Serrano en su 'Diccionario para un macuto' de 1964. «Marcelinear» significaba darse la gran vida, comer como un rey lejos de los peligros de la guerra. Era una palabra nacida del hambre, inventada por quien «sueña con un buen cocido desde las tripas hueras, verbo del Madrid que se encandilaba pensando en el Levante feliz donde aún se comía».
Los madrileños que resistían el asedio franquista fantaseaban con el paraíso culinario de La Marcelina, un lugar al que gracias a los medios de comunicación odiaban con la misma intensidad con la que deseaban visitarlo. En la antigua capital se hablaba con resquemor del «frente de la playa», del «cuartel general de La Marcelina» y de los arroces que se embaulaban diariamente Largo Caballero y sus amigos.
Arturo Barea recordó en 'La forja de un rebelde' (1951) las delicias de «la cocina al aire libre de La Marcelina, donde se cocían las paellas bajo guirnaldas de mariscos rojo-cromo y trozos de pollos dorados a la sartén». Nada que ver con el arroz «como vomitona de borracho» que había sufrido él en Madrid.
Pero sería el escritor y político republicano Virgilio Botella Pastor (1906-1996) quien mejor aclarara el «marcelineo» con una escena de su célebre novela 'Porque callaron las campanas' (1953): «Al lado de una paella que burbujea parsimoniosa, se doran unos salmonetes entre cebollitas, perejil y tomates. Más allá rusten unos lechosos y bien cebados capones, mientras una galana pescadora dispone los langostinos sobre la plancha. Me explico que en Madrid se odie y envidie esto, y se haya creado el verbo marcelinear».
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