Dulces conexiones entre España y Portugal
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Además de prestarnos palabras como mermelada, el país vecino compartió con nosotros su tradición confiteragastrohistorias ·
Además de prestarnos palabras como mermelada, el país vecino compartió con nosotros su tradición confiteraana vega pérez de arlucea
Viernes, 9 de diciembre 2022, 00:51
Portugal es ese vecino que nunca molesta, siempre da los buenos días en el portal y si hace falta te presta media docena de huevos, pero del que no logramos recordar su nombre. El del 5º A, ese tan majo y a la vez tan ... invisible. Para compartir con ellos península, 1.200 kilómetros de frontera y un más que comprensible portuñol (prueben ustedes a entenderse con un francés sin saber nada de su idioma), sabemos vergonzosamente poco de los portugueses. Fado, Lisboa, 'bacalhau', 'saudade', toallas y poco más. Conocemos al chiquito aquel que cantó en Eurovisión, a los domingueros lusos que ocupan las playas de Vigo y quizás, para los que aún recuerden las historias de posguerra, a los contrabandistas que cruzaban La Raya cargando sacos de café.
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También a José Saramago, quien en su libro 'La balsa de piedra' (1986) imaginó a España y Portugal separándose del continente europeo y que en la vida real vaticinó la unión de ambos países en uno nuevo llamado Iberia. No le hubiera ido bien como vidente: en España vivimos literalmente de espaldas a la realidad lusa y la unión ibérica nos importa un 'cominho'.
No siempre fue así. Como buenos vecinos, hemos tenido nuestros más y nuestros menos. Nos hemos enfrentado en diez guerras, ayudado mutuamente en otras tantas y hasta hemos compartido tres reyes. Fueron tres los Felipes de Austria (II, III y IV) que hicieron realidad la Unión Ibérica, una monarquía dual en la que un mismo soberano ostentaba las coronas de España y Portugal y gobernaba sobre todos sus territorios. Esto ocurrió durante sesenta largos años, entre 1580 y 1640.
Fue en ese período cuando el dulce de membrillo, del que hablamos aquí la semana pasada, pasó a popularizarse con el nombre portugués de 'mermelada'. ¿Por qué? La adopción de ese término estuvo relacionada con el hecho de que para elaborar carne de membrillo sea necesaria una gran cantidad de edulcorante (miel o azúcar): la equivalente al peso de la fruta cocida.
En la Antigüedad el membrillo se confitaba con miel y así siguió haciéndose durante siglos, pero el uso de la miel acarreaba ciertos problemas. El primero es que por su alto contenido en agua (y a pesar de la pectina que aporta el membrillo), la miel no permite que el dulce hecho con ella cuaje como en esos rotundos bloques membrilliles que todos conocemos.
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El segundo problema era más bien logístico, ya que la miel es un producto natural del que normalmente no solía haber cantidades astronómicas. En comparación con el néctar de las abejas, el azúcar no sólo es más versátil, fiable y neutro como ingrediente de cocina, sino que su proceso de producción permite además un mayor control en cuanto a calidad y cantidad.
Aunque va siendo necesario profundizar en la historia del azúcar, por ahora nos quedaremos con la idea de que la caña de azúcar vino a la península ibérica por dos vías distintas y en dos momentos diferentes. La caña de azúcar llegó por un lado a Andalucía en el siglo X y por otro a Valencia en el XIV.
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En plena Reconquista, el azúcar de la Valencia cristiana fue comercialmente mucho más seguro que el de Granada o el que venía del Mediterráneo oriental, así que no sorprende que en las cuentas de Isabel la Católica aparezcan apuntes como «media arrova de de açucar de Valençia e setenta membrillos para haser carne de membrillos». Media arroba de entonces pesaba 5,75 kilogramos y costaba según el tesorero de la reina 825 maravedís, mientras que por el mismo peso de fruta se pagaron únicamente 150 maravedís. Teniendo en cuenta que un alto funcionario de Castilla o Aragón cobraba en 1497 unos 100.000 maravedís al año, resulta que su sueldo anual entero solo daba para comprar 60 arrobas de azúcar. Y que a ojo de buen cubero, es como si el kilo de azúcar saliera ahora por unos 100 euros al cambio.
La carestía del azúcar se solucionó gracias a los portugueses. Fueron ellos quienes a mediados del siglo XV establecieron en el recién conquistado archipiélago de Madeira una potentísima industria azucarera, capaz de abastecer a la metrópolis portuguesa y exportar a Flandes, Alemania, Inglaterra, Italia... y España. No solo nos mandaban el producto final: también fueron portugueses (en especial madeirenses) quienes trabajaron las primeras plantaciones azucareras de Canarias.
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La cantidad desorbitada de azúcar que producía Portugal permitió que los precios bajaran y que muchos artesanos pudieran comprarlo. El arte de la confitería despegó de manera espectacular y con él las conservas de frutas, que de repente se podían elaborar en grandes cantidades hasta con los productos más amargos o insospechados. Membrillos, nueces verdes, lechugas, castañas. Las confituras se convirtieron primero en una especialidad portuguesa y a partir de 1580, gracias al mandato común de Felipe II, también en una española. El membrillo y los caramelos (otro dulce préstamo léxico del portugués) fueron nuestra tarjeta de presentación culinaria durante muchos años, tanto que en 1600 el agrónomo francés Olivier de Serres escribió que la confitería gala debía casi toda su inspiración a España y Portugal. ¡Y nosotros ahora haciendo 'pâtisserie'!
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