El espíritu de la Transición reina en la barra del Manolo, la más plural de la democracia española. Nada hay que no pueda arreglarse ante una de sus legendarias croquetas. Sobre este trozo de mármol se han acodado grandes reservas de la política, como Azaña ... o Suárez, y casi todos los padres de la Constitución, que este martes celebra su gran día. Peces Barba, Fraga, Solé Tura... perfilaron aquí algunos artículos de la Carta Magna. Y los diputados, que estos días han soltado sapos y culebras en las Cortes, derrochan civismo y hasta cordialidad en esta centenaria taberna reconvertida en hemiciclo distendido. Aquí los únicos gritos que se oyen son «¡otra de croquetas!».
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Casa Manolo, en el número 7 de la calle Jovellanos, a unos pasos de la trasera del Congreso, la esquina más vigilada de España, mantiene hoy la atmósfera acogedora de un garito que ha visto pasar la vida y las legislaturas sin alterarse. Ahí sigue la vieja caja registradora de 1912, una reliquia de hierro que aún funciona en pesetas, el teléfono negro de fichas desde donde los periodistas contaron sus crónicas la noche del 23-F (con colas que llegaban a la calle) o el antiguo anuncio de Le Grande Chartreuse por el que suspiraba un coleccionista francés que un día se presentó en Madrid con un cheque en blanco. Y se volvió de vacío.
Alfredo, de 52 años y nieto del abuelo Manolo, que se hizo con la tasca en 1929 (aunque se abrió en 1896 como Casa Isaac), lleva las riendas del negocio tras el reciente fallecimiento de su hermano Alfonso.
Parece mentira que la crispación –con sus «filoetarras», sus gritos de «fascistas» y sus exabruptos machistas– que se ha vivido últimamente en la Cámara Baja se esfume en Casa Manolo. «Para tomar una croqueta siempre hay quórum. Nadie discrepa. En eso están todos de acuerdo. Hay más enfrentamiento ahí dentro. Cada uno defiende lo suyo, pero yo los he visto intentando llegar a acuerdos», dice Alfredo, que se declara «sordo profesional» para no soltar prenda de lo que han escuchado sus oídos. «Las broncas que ves en el hemiciclo se quedan ahí. Los políticos son personas y aquí se hablan e incluso se invitan a tomar algo». Igual habría que poner una barra así entre los escaños y la bancada azul.
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Alfredo, que ha gastado mucha mili tras la barra, recuerda, por ejemplo, a su señoría Cristina Almeida irrumpiendo en el bar, atestado de diputados de distinta ralea, al grito de «esta ronda me la cobras a mí». El tabernero guarda en su memoria todo un diario de sesiones (con sus noches incluidas) y podría escribir un libro cuajado de anécdotas. Hasta tiene pensado el título, 'La vida parlamentaria detrás de la barra', «pero me falta tiempo», confiesa.
Quizás le puedan echar una mano los periodistas que suelen montar su sala de operaciones en la mesa seis, donde en la próxima cena de Navidad van a colocar una placa en homenaje a los plumillas de la vieja guardia que han pasado por allí. Seguro que en el menú habrá croquetas (a 1,80 euros la unidad) con la misma receta que ideó Beatriz Landa, la abuela de Alfredo, una alavesa de Labastida que se forjó en las cocinas del María Cristina de San Sebastián. Y chipirones en su tinta, lo único que a Rajoy nunca le dejó indiferente. O tal vez sí.
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