Callos, el viaje de lo inmundo a lo castizo
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El plato de casquería pasó de ser comida indigna y bocado de mera supervivencia a considerarse un icono de la cocina tradicionalAna Vega Pérez de Arlucea
Viernes, 1 de noviembre 2024, 00:56
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Yo aquí dándole vueltas a la historia de los callos y resulta que de casualidad he coincidido, oportunísimamente, con la celebración este pasado martes 30 de octubre del primer Día Mundial de la Casquería. Lo de 'mundial' suena muy importante pero de momento es más una aspiración que otra cosa, ya que la iniciativa ha partido de las organizaciones interprofesionales del sector cárnico español con el respaldo de 'Alimentos de España' y el Ministerio de Agricultura. Debieron de pensar que bautizarlo como 'día nacional' o 'día de', a secas, restaba trascendencia al asunto y que para que los medios se despiporren por hablar una vez al año de un determinado tema es mucho mejor una efeméride con aroma universal, de ésas que parece que se festejan hasta en el último pueblo de Wisconsin.
Quitando eso, la idea es loable y trata de reivindicar el valor cultural y gastronómico de la cocina casquera, que además de ser deliciosa y asequible o de ayudar a reducir el desperdicio alimentario, también forma parte intrínseca de nuestra tradición e historia culinarias. Eso sí que lo compartimos con todo el mundo mundial: en cualquier lugar del globo la casquería es un elemento indispensable del recetario autóctono y tradicional.
Su tipismo nunca procede de una excelente reputación o de una moda impuesta, sino de la pura necesidad. Los despojos fueron siempre el recurso alimentario de los más humildes y como tal pertenecieron a esa cocina popular, pobretona y de intenso aprovechamiento (la de las sopas de ajo, los pucheros y los gazpachos, en nuestro caso) que andando el tiempo constituiría la base de todas las gastronomías tradicionales.
Lo «típico», lo «auténtico», suele ser también «castizo», un adjetivo que a veces nos empeñamos en asociar a chulapos, majos y manolas pero que la RAE define de manera tan poco zarzuelera como «genuino del país o del lugar en cuestión». Lo castizo es de pueblo, de barrio y un tanto subversivo, y no hay nada más culinariamente castizo que los callos.
En todas sus expresiones —con garbanzos o sin garbanzos, con más o menos pimentón, de aquí o de allá— el estómago guisado de bicho fue primero símbolo de miseria y luego de sabor folklórico. Su lenta escalada desde bocado inmundo hasta manjar típico es digna de estudio, fruto de esa «reapropiación» de la cultura popular que en España se dio durante el último tercio del siglo XIX y que tanto impacto tuvo en nuestra visión de la gastronomía.
Fue entonces cuando se empezó a defender la cocina de aquí frente a la extranjera y también cuando nació el debate en torno a la posible existencia de una gastronomía nacional o más bien federal, formada por todas las regionales. Pero de eso hablaremos otro día, porque hoy nos vamos a centrar en que los callos adquirieron pátina de respetabilidad durante esa misma época.
La semana pasada hablamos de cómo en 1611 nuestro sabio recurrente don Sebastián de Covarrubias definió lo que entonces se conocía como «doblón de vaca» o «tripicallo», el estómago más grueso de vacuno que comía «la gente grosera». Groseras eran para Covarrubias las personas rústicas o pertenecientes a la clase baja, que eran quienes, según sus propias palabras, consideraban aquel alimento «goloso bocado si después de bien cocido lo asan y untan con aceite y ajo o lo comen con su ajo nuez».
Aunque según el diccionario el ajonuez era una salsa hecha con ajo y nuez moscada, no creo yo que los menesterosos del Siglo de Oro tuvieran a su alcance especias exóticas, entonces aún bastante caras. Con suerte se usaría nuez de nogal corriente y moliente. Recordemos que el pimentón se popularizó en el siglo XVIII y que hasta entonces las recetas de callos se hicieron con condimentos baratos que sí estaban a mano. Por ejemplo en 1324 el recetario medieval 'Llibre de Sent Soví' indicaba que para guisar tripas de carnero, vaca o buey había que escaldarlas, después lavarlas con agua y sal, cortarlas en trozos pequeños y finalmente cocerlas en compañía de sal, tocino, cebolla, perejil, menta, mejorana, vinagre y vino.
Cien años después, en 1423, Enrique de Villena recordaba a los lectores de su 'Arte cisoria' (un manual cortesano sobre trinchado) que no hacía falta explicar cómo se cortaban lenguas, hígados, tripas o livianos porque «non son, en sabor ni sanidat, tales que se deban dar entre gente de bien e delicada». La casquería era para los que no podían pagar por la carne y se veían obligados a hacer de los despojos algo comestible mediante un largo proceso de limpieza y cocción.
Por esa misma razón han desaparecido de nuestro repertorio doméstico habitual callos, patas, morros, sesos o criadillas: se tardan mucho en elaborar y poca gente tiene tiempo para hacerlos en casa más que de Pascuas a Ramos. Ésa es también la causa de que la casquería en general y los callos en particular sean ahora una especialidad de tabernas y restaurantes. La cocina profesional sí tiene la paciencia y dedicación necesarias para cocinarlos, iguales a las que hace 150 años exhibían esas mujeres que, como la del grabado que hoy nos acompaña, guisaban y vendían callos a los pobres de nuestras ciudades. La receta estaba a punto de dar el salto a las mesas elegantes.
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