Ayer tuvo lugar en el seminario diocesano la ordenación sacerdotal de Fernando Sancha Zúñiga, un licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad de Navarra, de 50 años, y que ha trabajado en diversos medios riojanos. Vaya desde aquí mi felicitación y una plegaria ... por su trabajo futuro.
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Una ceremonia así no tenía lugar en La Rioja desde 2018. Este dato, ¿qué quiere decir? ¿Que hay menos ordenaciones sacerdotales que cuando yo me ordené en 1965? Pues sí. Nosotros nos ordenamos doce. Estas cifras tan altas últimamente han desparecido.
Cuando en mis paseos matinales me entretengo con la gente sencilla, me dedico básicamente a escuchar. Y estoy comprobando una vez más que la gente está deseando hablar. ¿De qué? De la mujer, del marido, de los hijos, de los nietos, de la cadera, de la espalda, del precio de la luz, de la verdura, de sus preocupaciones de todos los días. Y yo, que de sicólogo no tengo nada pero que llevo ejerciendo de cura cincuenta y siete años y me ha tocado de todo, hago mucho bien limitándome a escuchar. Esto con la gente sencilla, los que pasean como yo porque ya no pueden hacer otra cosa.
Con los de arriba, y se me entenderá, políticos, la gente que manda en el mundillo del dinero o de la opinión pública, la cosa ya cambia un poco. Esta gente me habla, además de sus cosas personales, de la guerra de Ucrania, del cambio climático, de la biosfera, del agnosticismo y de la imposibilidad de alcanzar certezas universales, de la tolerancia y la diversidad, del mal gusto de algunos vídeos promocionales del turismo riojano, del subjetivismo de los valores y un largo etcétera. Algunos me ofrecen datos que yo bien conozco, como que muchos españoles no creen en nada y son ateos, agnósticos o indiferentes; como que va decayendo la cifra de los que van a misa los domingos. Que la pederastia de algunos clérigos ha dado lugar en la Iglesia católica a un descenso en su credibilidad. Que ha descendido el número de niños bautizados y el número de parejas que se casan por la Iglesia. Y así un etcétera bastante extenso en el que no hace falta detenerse más.
Todo esto lo sabemos muy bien los que amamos a la Iglesia, los que intentamos servirla y los que de verdad nos preocupamos por ella. Veamos. La Iglesia no es algo español que se dé solamente en España. Pedirle que sea la reserva del catolicismo es un tanto prejuicioso e incongruente porque hay católicos en los 193 países actuales. El número de católicos en todo el planeta según el último Anuario Estadístico cifra los fieles en 1.313 millones.
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La Iglesia tiene dos mil años de historia. Una historia rica como es rica toda la historia protagonizada por humanos, con virtudes y defectos. La Iglesia comenzó comandada por doce judíos cuyo mérito profesional era la pesca. Y no todos fueron oro molido. Ya en los primeros siglos, el ser y declararse cristiano llevaba a la mayoría al hambre, al destierro, al anfiteatro, a la decapitación, al fuego. Y ¡ojo! esto ha seguido hasta el día de hoy. Al menos son 50 los países donde ser cristiano en 2022 es muy difícil. Los cristianos de Nigeria, China, Afganistán, Corea del Norte, Siria, Sudán e Indonesia se llevan la palma, triste palma.
Para entender al menos un poco lo que es la Iglesia hay que ir a las últimas palabras pronunciadas por Cristo: «Id y enseñad a todas las gentes a guardar todo lo que os he mandado. Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo». La única garantía de prevalencia de la comunidad cristiana en el mundo es su fundador, Jesucristo, Dios y hombre verdadero. Solamente con la mirada puesta en Dios se puede entender qué es la Iglesia y su influencia en la historia.
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Y aunque es cierto que nuestra sociedad «posmoderna» intenta alocadamente huir de Dios o silenciarlo, no es menos cierto que al final Dios siempre tendrá la última palabra. A la sabiduría del pueblo sencillo me remito.
Yo amo a la Iglesia con toda mi alma. Pero de ningún modo puedo exigir a los demás que la amen como yo. ¡Sí que la respeten! Que la respeten al menos como yo respeto todas las instituciones básicas que sustentan nuestra sociedad, como el Gobierno –el que sea–, las leyes, la monarquía y la república –con lo bueno y lo malo que nos han deparado a lo largo de nuestra historia– y, como no puede ser de otro modo, la democracia, pese a que ésta sea «el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado». Y eso no es de un santo Padre de la Iglesia, sino de un tal Winston Churchill, que de estas cosas sabía un poco.
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