Hace medio siglo estalló una flamenca fiebre del oro que llenó Japón de cantaores, bailaores, guitarristas y buscavidas con tanta jondura como picardía. El guitarrista fue un pionero al que siguieron cientos de colegas. Hoy la fiebre ha bajado, pero la huella de tanto quejío y tanto duende persiste en Japón, que aún es un santuario flamenco. Lo confirma el periodista y escritor David López Canales (Madrid, 1980), autor de 'Un tablao en otro mundo' (Alianza), un ensayo que recrea el viaje de ida y vuelta al imperio del sol naciente de una variada troupe flamenca y explica cómo el cante y el baile conquistaron el alma de los japoneses.
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«Flamencos como José Miguel, Ramón el Portugués, Chiquito de la Calzada, Tomás de Madrid o Cristina Hoyos se instalaron en Japón durante temporadas larguísimas desde los años 60. Les pagaban muy bien y se anticiparon a figuras como Antonio Gades o Paco de Lucía, que llenarían luego los teatros japoneses», explica López Canales, para quien lo mejor del flamenco son sus personajes. «Pepe Habichuela y su mujer Amparo, que fue bailaora, me contaron que el año que pasaron en Japón fue para ella una condena. Pero él pudo ganar dinero para comprar casa al volver, dejar los tablaos y hacer lo que quería con Morente y otros grandes». «Tiré de ese hilo y salió el libro», dice su autor, que lo subtitula 'La asombrosa historia de cómo el flamenco conquistó Japón'.
«Aquellos pioneros alimentaron la pasión por el flamenco que se extendió por Japón», recuerda López Canales, que ha entrevistado a más de 50 artistas que hablan de sus orígenes, sus vidas, su anhelos y sus tribulaciones en el exótico país asiático. También las de los japoneses que vinieron a la gris España de Franco «dejándolo todo para cumplir el insólito deseo de hacerse flamencos».
Los españoles hallaron en Japón dinero, respeto y la admiración que se les negaba en casa. «Les enrabietaba pensar que podían ganar más dinero que en España en un país tan complejo, ajeno y lejano», explica el autor.
Cuenta como la picaresca acompañó a algunos listillos que encontraron en los japoneses abducidos por la pasión flamenca «unas víctimas perfectas para sacarse unos yenes». «Antes de que multinacionales japonesas como Sony y Sanyo vendieran aquí sus productos, los flamencos vendían allí guitarras, batas de cola, castañuelas, peinetas, abanicos, mantones, sombreros, zapatos de taconeo y hasta bolsitas con arena de la plaza de toros de Las Ventas a precios astronómicos», enumera López Canales.
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«En Japón hay tanta afición al flamenco como en España y más tanguistas que en Buenos Aires», asegura el periodista. «Los japoneses hallaron en el cante y el baile un arte tan ancestral como liberador; un ansiolítico eficaz para romper la brutal represión social en la que viven», plantea. «Miles de japonesas encontraron en el baile flamenco la única vía para expresarse y mostrar sus emociones libremente. Tantas, que ahora hay en Japón más academias de baile que en España».
Las puertas niponas las abrieron bailaores como Shoji Kojima, Yasuko Nagamine o Yoko Komatsubara «que vinieron a aprender a España en los años sesenta, sin conocer el idioma ni el país, enfrentándose a quienes se mofaban de ellos y jamás creyeron que aquellos chinitos, como les llamaban despectivamente, pudieran bailar y cantar». Pero los disciplinados japoneses «se preocuparon por entender y aprender hasta hacer suyo un arte que no eran capaces de descifrar. Y se apasionaron tanto por él que además de cantarlo y bailarlo quisieron conocer su origen y las raíces últimas de los cantes, de cada palo». «Sin hablar español, querían y quieren cantarlos como los artistas españoles que se partían de la risa y se burlaban de ellos cuando les escuchaban repetir con sus vocecillas gatunas lo que oían en discos y garitos», reitera López Canales. «Cuando el Instituto Cervantes abrió en 2008 en Tokio, hacía más de 40 años que los japoneses venían a la escuela de baile de la calle Amor de Dios en Madrid a aprender español y a bailar», aclara.
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Los primeros flamencos españoles que viajaron a Japón «llegaban a un país que aún se reconstruía tras la II Guerra Mundial y empezaba a ser un país moderno». «Se perdían en el metro y en la calle, detestaban el sushi -Chiquito comía solo latas de atún para ahorrar- y fueron los primeros que subieron al Shinkansen, el tren bala, casi treinta años antes de tener el AVE en España», cuenta López Canales. «Se cobraba bien, se comía, se bebía y hasta se follaba», agradecían algunos. Muchos ordenaron sus vidas «y cambiaron la juerga y las noches de tablao y resaca por una vida ordenada, con desayuno y horarios».
Hoy las cosas han cambado aquí y allí «El oro se convirtió en carbón. Ya no se gana tanto dinero y los japoneses han aprendido lo bueno y lo malo del flamenco. Le han dado la vuelta a la situación, saben la precariedad que tiene el sector en España y les ofrecen mucho menos sueldo por muchas más actuaciones», dice López Canales. «No he hecho un libro especializado en flamenco. No lo entiendo como para atreverme con eso. Quería que fuera un libro de vidas y almas, que es lo que me interesa y me mueve».
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