Diego es el nombre del padre de familia asesinado cruelmente el pasado 25 de enero a las puertas de una parroquia de Algeciras. El autor del crimen –presunto, como se dice ahora, faltaría más– actuó a cara descubierta y delante de bastante gente que, horrorizada, ... lo vio todo.
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Nadie por parte de la Iglesia ha sacado los pies del tiesto. No ha habido manifestaciones con pancartas incitadoras al odio, con «vivas y mueras», que suele ser lo habitual en otros casos. Sí ha habido mucho dolor contenido, mucha lágrima sorbida en silencio. No en vano, los miles de personas que se hicieron presentes en el funeral saben muy bien que el autor de las Bienaventuranzas, Jesucristo, llamó bienaventurados a los pacíficos y a los que sufren persecución por causa de la justicia. A fin de cuentas, Diego Valencia era un fiel seguidor de Alguien, con mayúscula, que también fue eliminado de forma más que violenta en una cruz.
Los medios de comunicación han destacado en sus informaciones y comentarios la condición de 'sacristán' de este buen hombre, asesinado por su condición de católico creyente y practicante. Yo desconozco esos pormenores personales. Sí afirmo que en nuestras parroquias, en todas, grandes y pequeñas, apenas existe ya la figura estereotipada del sacristán como oficio concreto. Sí que hay mucha gente que echa una mano, que quiere colaborar, y no para ayudar al cura, sino para ayudar a la Iglesia, a la parroquia, porque la sienten como algo suyo, como algo importante en sus vidas.
Diego Valencia –que yo sepa– tenía un modesto negocio de floristería y en su tiempo libre ayudaba a la gente del pueblo en lo que fuera, empezando por los emigrantes, que en este caso eran los más. Y al parecer, lo mejor de su tiempo libre lo ponía al servicio de su parroquia y de otra parroquia vecina. Actitudes similares yo las he disfrutado y compartido con mucha gente, normal y corriente, que en las parroquias que yo he regentado los domingos a lo largo de casi sesenta años, ponía su tiempo y aptitudes en bien de los demás.
Dado que hay mucha gente que no pisa una iglesia nunca, conviene que se sepa que en las parroquias existen unas instituciones al servicio de todos. Hay un consejo parroquial que ayuda al párroco en las metas pastorales a seguir. Hay un consejo de economía que orienta las entradas y salidas del dinero, poco o mucho, para las necesidades del culto y de ayuda a los más necesitados (Cáritas parroquial). Hay gente que limpia la iglesia y no solo después de una boda, que ya imaginan cómo queda. Gente que procura que sus altares, sus imágenes estén como los chorros del oro, por muy modestas que sean. Los hay que contribuyen al culto a través de las lecturas, los cantos. ¿Y qué decir de los catequistas? Y así un día y otro día. En silencio y sin alharacas.
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Este es el estilo de vida que yo he percibido en Diego Valencia, al que me atrevo a llamar con toda paz y con toda propiedad confesor y mártir. Como ha habido muchos y muchas a lo largo de la historia.
Confesor no es solo el que confiesa en un confesonario, no. Confesor es el que confiesa su fe con palabras y con obras. Con su buena conducta de cristiano cabal y sin remilgos, y sobre todo con su buen ejemplo.
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Y mártir. Ha muerto asesinado por su condición de cristiano creyente. Y si mártir es el que da la vida por Jesucristo, en el día a día y hasta el final, este es el caso de Diego Valencia. Fue asesinado despiadadamente frente a su iglesia y en la plaza de su pueblo, «porque se alimentaba todos los días con la Eucaristía en la misa en que participaba y en esa misa –como destacó el obispo en el funeral– se hacía fuerte para amar a su familia, para servir a todos, para vivir alegre con esperanza y con fe. Ha muerto por su fe y confesando su fe. El Señor lo tendrá en su gloria».
Diego, mártir de Algeciras, has ahogado el mal en abundancia de bien, descansa ya en paz. Y ruega a Dios por nosotros y por una buena convivencia entre nosotros. Será tu última buena obra. ¡Seguro!
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