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Seguro que casi todos mis lectores sabrán de qué va esta película. Yo confieso modestamente no haberla visto hasta el domingo pasado y en la tele. Al cine no voy nunca. No por nada: sencillamente porque no me da la gana. No hay más razones. ... Pero la televisión sí la veo. El deporte me apasiona –todos los deportes–, los reportajes de historia, de la naturaleza, de animales, me encantan. Y alguna buena película también.
Esta del título es una de ellas. Si la vuelven a dar la veré otra vez. Seguro. Y esto raramente lo hago. Me pareció una película muy entretenida, más aún, muy divertida. Ya no estoy yo para películas de problemas: estos ya los tengo y de sobra, y para advertirlos no necesito una película. Me pasa como a todo el mundo. Me basta con hablar con la gente que me rodea mientras me intereso por ellos y veo la forma de ayudar.
A menudo he visto y he oído a los directores y artistas de nuestro cine español quejarse de la falta de medios, del poco apoyo económico que reciben y que por eso no pueden hacer mejores películas. Yo no sé si esto es así y si la queja es fundada o no. Creo que no es fundada. La película que está dando pie a mi escrito de hoy, 'Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho?', no creo que haya requerido un desembolso astronómico por las nubes. Todo es muy sencillo, muy natural: una casa, un jardín, una iglesia. Yo no entiendo de actores y actrices, pero me extraña mucho que los protagonistas, el matrimonio, las cuatro hijas, los tres yernos –judío, chino, musulmán, y el futuro de raza negra– tengan el caché de los grandes fenómenos que aspiran a los Oscar anuales de USA.
¿Por qué es tan divertida esta película y se sigue sin pestañear? Porque tiene un guion muy bueno, trata a la familia con normalidad, los diálogos son tan ingeniosos que no hacen chirriar los oídos del espectador, no hay ninguna escena que te ponga colorado y te haga sentirte incómodo al verla.
Yo recuerdo viviendo mi madre que solía ver la tele con ella y la verdad es que, siendo ella una mujer normal, me hacía cambiar de canal cuando aparecía alguna escena estridente y que hacía sentir vergüenza ajena y sin venir a cuento. Y esto pasaba porque, como en todo, la vulgaridad y lo chabacano también se dan en el cine.
Y hay otra cosa. Un día un colega periodista me hizo observar –a mí, que como responsable de prensa de la diócesis tenía una cierta idea del tema– que a misa no iba nadie. Yo le contesté que, como él no iba, pensaba en su ignorancia que todos hacían igual. Y le añadí: «Al cine yo no voy nunca. ¿Sería razonable que yo dijera que al cine no va nadie por la pueril y ridícula razón de que al cine no voy yo?».
Me gustaría de verdad que la industria del cine y que los programadores en las cadenas de televisión hagan un esfuerzo para ofrecer películas que entretengan, que nos permitan a todos (padres, hijos, abuelos) cargar las pilas para afrontar el día a día con un mínimo de buen ánimo, con un mínimo de buen humor. ¡Cuánto debo yo –y muchos como yo– a películas como 'Calabuch', 'Bienvenido, Mister Marshall' o 'Sonrisas y lágrimas', sin olvidar a Charles Chaplin o 'La vida es bella'!
Si es cierto aquello de la imaginación al poder, no es menos cierto lo del buen gusto al poder, al poder del celuloide. Y con muchas palomitas.
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