Escena en exclusiva de la película 'Altamira'.

El descubrimiento de las cuevas de Altamira llega a la gran pantalla

Vea un adelanto en exclusiva de la película, protagonizada por Antonio Banderas, que se estrena este viernes

Irma Cuesta

Lunes, 28 de marzo 2016, 06:36

Aquella tarde de verano de 1879 cambió la vida de Marcelino Sanz de Sautuola (Puente San Miguel, Cantabria, 1831- 1888). Durante una de las excursiones que hacía con su hija María, la niña descubrió uno de los mayores tesoros del arte prehistórico sobre el techo ... de la cueva que estaban explorando. Aquel «¡Mira, papá! ¡Bueyes pintados!», no solo transformó sus vidas: ese mismo día comenzó en Altamira el viaje hacia nuestros orígenes.

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Aficionado a la Prehistoria, las ciencias naturales y la botánica, aquel hidalgo acomodado hizo tambalear los cimientos de la sociedad de la época con su intuición: pronto sospechó que aquellos bueyes que tanto habían sorprendido a María eran en realidad animales extinguidos hacía miles de años, pintados por los habitantes prehistóricos de aquella caverna. Defender esa idea contra viento y marea le costó dinero y salud, y a ello dedicó sin éxito buena parte del resto de su vida. Murió sin que el mundo reconociera su hallazgo y más de un siglo después todavía existe la creencia generalizada de que no se le ha hecho justicia.

Marcelino Sanz de Sautuola se topó con una oposición irreductible. Hasta cierto punto, era previsible que la Iglesia entendiera que su teoría atentaba contra la verdad bíblica de Adán y Eva: en los años en que supuestamente se habían pintado aquellos bisontes, el soplo divino aún no había llegado al hombre. Lo llamativo del caso es que las corrientes científicas más modernas del momento atacasen las tesis de Sanz de Sautuola -que él siempre defendió con prudencia- con mucha mayor ferocidad que quienes las consideraban una herejía. Hacía poco que Darwin había publicado su famosa teoría de la evolución y, según el naturalista inglés y la mitad de la curia científica mundial, era imposible que aquellos salvajes, a los que se imaginaban echando espuma por la boca, fueran capaces de pintar de manera tan espectacular. No se los imaginaban ni emborronando una pared como no fuera para quitarse la mugre de las manos.

De la historia de este pionero, de su empeño en que su teoría fuera tenida en cuenta, trata Altamira, la película producida por Morena Films, dirigida por Hugh Hudson (Carros de Fuego, Greystoke) y protagonizada por Antonio Banderas, que se estrenará el próximo 1 de abril. Cuenta Álvaro Longoria, uno de los responsables de la productora que preside Lucrecia Botín-Sanz de Sautuola, hija del banquero Jaime Botín y descendiente directo del hombre al que el filme rinde homenaje, que después de varios años trabajando para rodar un documental sobre esta particular cruzada, se dieron cuenta de que aquello tenía además una película. «Le pregunté a Lucrecia qué referente tenía; a qué película quería que se pareciera desde el punto de vista del tono, y ella me contestó que a Greystoke. Así que le respondí: Perfecto, llamamos a Hudson».

Cuenta Longoria que al director británico, con un evidente gusto por las historias de superación en las que los protagonistas se ponen el mundo por montera, le encantó la idea. También, que Antonio Banderas, cuando le explicaron que tenían pensado rodar una película sobre la historia de Marcelino Sanz de Sautuola, se apuntó casi al instante. El actor malagueño ya ha dicho que el largometraje «es una gran reflexión sobre la envidia y otros males endémicos de España», y de algún modo tiene razón. Es fácil imaginar lo que debió suponer para un hombre cabal, acostumbrado a despertar admiración y respeto allí por donde pasaba, que lo tomaran por un impostor o, lo que es peor, por tonto. Especialmente cuando, entre quienes lo hacían, estaban buena parte de aquellos científicos a los que él tanto admiraba.

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Los aliados de Sautuola podían contarse con los dedos de la mano. Además de su familia -que desde entonces mantiene prietas las filas en defensa de la figura del naturalista-, sus amigos santanderinos Eduardo Pérez del Molino (farmacéutico) y Eduardo de la Pedraja (naturalista), y el catedrático de Geología y Paleontología Juan de Vilanova, pocos estuvieron dispuestos a reconocer entonces que detrás de aquellos bisontes estaba la mano de un hombre de la Edad de Piedra.

«Mea culpa»

Debió de ser un cóctel perfecto de miedo, obcecación y envidia el que hizo que los grandes eruditos de la época lo cuestionaran. Pero también es verdad que, si se daba por cierto que el hombre primitivo era una especie de mono salvaje, difícilmente se podía entender que fueran capaces de crear semejantes obras de arte. Por eso, prestigiosos arqueólogos y antropólogos como Émile Cartailhac, Rudolf Virchow, Gabriel de Mortillet y otras autoridades de la época mantuvieron con vehemencia que aquello tenía que ser «obra de falsarios o de dementes». Tendrían que pasar unos cuantos años para que el prestigioso Cartailhac se rindiera a la evidencia con la aparición de otras cuevas y pinturas en Francia. Aquella suerte de gurú de la arqueología del siglo XIX asumió el error demasiado tarde para Sanz de Sautuola. En 1902, cuando el naturalista cántabro llevaba muerto 14 años, publicó un artículo sobre las cavernas con dibujos en la prestigiosa revista LAnthropologie con el siguiente subtítulo: «Altamira, España, mea culpa de un escéptico». En dicho texto abundaba en su equivocación: «Es por no haber reflexionado sobre ello por lo que soy partícipe de un error, cometido hace veinte años; de una injusticia que es preciso reconocer y reparar públicamente». Unas líneas más abajo detalla el trabajo de Marcelino Sanz de Sautuola, «distinguido español que me puso al corriente de sus descubrimientos», y justifica su papel en esta historia: «Nos encontrábamos ante algo completamente nuevo».

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Una mañana, Cartailhac se plantó en la casona de la familia en Puente San Miguel para rogarle a María que le dejara entrar en la cueva. Unos días después escribiría: «Altamira es la más hermosa, la más extraña, la más interesante de todas las cavernas con pinturas. Vivimos en un mundo nuevo».

Hay quien asegura que, antes de marcharse, el erudito marsellés y su equipo viajaron a Santander para rendir homenaje a Sanz de Sautuola ante su tumba. Desde entonces, pocos han sido los reconocimientos públicos. En 1988, coincidiendo con el aniversario de su muerte, solo la Universidad de Cantabria honró su memoria con un acto académico. En opinión de Manuel González Morales, director del Instituto Internacional de Prehistoria, la figura del genial naturalista se ha banalizado. «Se ha dado a entender que toda su contribución fue encontrar la cueva por casualidad. Un error inmenso. La caverna hacía tiempo que había sido localizada, pero él fue capaz de ver allí mucho más allá de lo que sus coetáneos, científicos de renombre, consiguieron».

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El hecho es que Altamira, rodada en parte en el interior de las cuevas originales -cuyas visitas están limitadas actualmente a cinco personas a la semana-, parece llamada a saldar una cuenta pendiente. Hace ya unos años que sus descendientes, con el tiempo convertidos una de las estirpes financieras más importantes del planeta, le rindieron honores uniendo el apellido Botín al de Sanz de Sautuola. Ahora, una vez aclarada la historia, solo falta que el resto del mundo se sume a ese homenaje.

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