Dejan atrás sus posesiones más preciosas y se consagran a la búsqueda de la espiritualidad, aunque ello signifique convertirse en seres errantes, expuestos al calor sofocante y a las lluvias torrenciales, las enfermedades, la mugre y el hambre. Son los sadhus, hombres santos, y forman ... parte de ese cliché al que en Occidente acostumbramos a reducir India, en el mismo saco que las cobras que bailan al son del bansuri, las películas de Bollywood o el mosquito de la malaria. Están por todas partes:en los templos, las estaciones de tren, las avenidas atestadas de tráfico que nunca duermen pese a la sinfonía de bocinazos, a la orilla de los ríos que se derraman como brazos de la divinidad desde su morada en los Himalayas.
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Hablamos de cinco millones de personas que han alcanzado las cuatro fases de la vida, después de estudiar, ser padre –o madre, el 10% son mujeres–, y peregrinar. Muchos han dejado atrás empleos y hasta familias, alentados por un propósito: alcanzar la iluminación a través de la penitencia y la austeridad. Son los garantes del sistema de valores de un país donde convergen comunidades ancladas aún en la Edad de Piedra con satélites de comunicaciones, arsenales nucleares y los mejores programadores informáticos; ascetas que sustituyen el estremecimiento místico de Santa Teresa por la tos tísica del que vive a la intemperie, los ojos velados de cataratas, los pies infestados de pústulas y el andar claudicante, las manos como sarmientos resecos. Y el pelo ingobernable, erizado de rastas petrificadas como sabinas. Heraldos de los más de diez millones de dioses que integran el olimpo hindú, aunque sean Shiva y Vishnu el centro de sus desvelos.
«Su renuncia es en aras de la búsqueda y la práctica espiritual, y tiene por meta liberarse del egoísmo, del deseo y la ilusión. Todo ello exige una iniciación y por lo general la pertenencia a un grupo. Aunque los hay solitarios, la gran mayoría entran a formar parte de un linaje, el equivalente de lo que en Occidente sería una orden monástica», explica Agustín Pániker, editor, escritor y especialista en India. De hecho, la idea de abandonar la sociedad civil y entrar en un grupo para liberarse del deseo y encontrar la sabiduría aparece en India hace 2.500 años. «De ahí surgen el budismo, el jainismo y las órdenes de sadhus hinduistas, y todo eso impregnará la tradición cristiana siglos después».
Un sadhu abandona la sociedad para entrar en una orden, lo que implica renunciar a cualquier tipo de conciencia de clase, incluida la casta. Las hay por centenares, miles, y es ahí donde adquiere las herramientas para proseguir su búsqueda. Atala, Niranjani, Digambra... Juna Akhara tiene su sede en Varanasi, a orillas del río Ganges, es el más antiguo de todos y reúne a medio millón de partidarios. Entre las escuelas las hay meditativas, otras más ascéticas, las hay incluso abiertamente guerreras o donde fuman hachís. Los sadhus recitan mantras, despliegan rituales mágicos, ejercitan el control de la respiración hasta convertirse en consumados yoguis, practican la abstinencia sexual, hacen voto de silencio...
«Antes de unirse a esa sociedad paralela, muchos de ellos hacen incluso su propio ritual funerario», añade Pániker. O dicho de otro modo, mueren como actores sociales, y pasan a un orden espiritual que queda de entrada simbolizado por un cambio de nombre, la tonsura del cabello o dejarse rastas; visten túnicas de color azafrán (símbolo de renuncia), blanco o rojo burdeos. Lo hay que directamente escogen ir desnudos o cubiertos de cenizas. Las tres líneas horizontales pintadas en la frente distinguen a los seguidores de Shiva de los de Vishnu, que se marcan con una 'U'.
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Hay prácticas que llaman de inmediato la atención, que impactan por su singular crudeza. Proezas ascéticas que llevan a algunos a mortificar sus cuerpos, llegando al extremo de colgarse pesadas piedras del pene y los testículos en un intento de desexualizarse, de comer excrementos y carroñas, o de dormir entre montañas de basura. Entre los adeptos de Shiva están los que se embadurnan con la ceniza de los crematorios, el lugar impuro por excelencia. Su lógica, en línea con el tantrismo, tiene difícil traslación a Occidente: aquello que nos ata a este mundo es lo mismo que nos puede liberar de él. Y ahí se incluye la muerte. Las cenizas funcionan así como un remedo de las vacunas: aquello mismo que nos mata y nos encadena tiene la facultad de liberarnos.
El sadhu es una figura ambivalente en la cultura india. Por una parte, es alguien muy respetado por sus semejantes, venerado incluso; pero por otro lado representa las fuerzas ocultas. Es el mago, el brujo, y no siempre despierta simpatías. Dicho de otro modo, mejor estar a buenas con él, porque te puede complicar la vida.
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Viven de la mendicidad, de la caridad de los demás. Se les ve en cuevas, en bosques, en la calle, nadando en la miseria. Y aunque no faltan los embaucadores –sobre todo en los aledaños de las atracciones turísticas–, un sadhu es una persona santa, lo que en India se entiende como una 'fuente de mérito kármico'. «Es el que concede ese mérito –desliza Pániker–, y aquel en quien lo deposita se debe sentir agradecido. Quien le da el alimento o le presta cualquier ayuda, sea o no de su religión, se muestra agradecido por el mero hecho de que el sadhu haya accedido a convertirse en recipiente de su donación».
Decíamos que en sus filas también militan las mujeres. Y no necesariamente para escapar a un destino de invisibilidad y de muerte en vida tras haber quedado viudas o ser repudiadas por sus maridos, que también las hay. A las 'sadhvis' les empuja lo mismo que a los varones, desde quien entra por una vocación espiritual muy arraigada hasta quien lo hace para escapar de la opresión social o familiar. Pero lo que prima es impregnarse de un sentimiento gozoso, el de abrazar la felicidad a través de la renuncia. Todavía hoy, en la India rural el sadhu está rodeado de una aureola de sabiduría y de conocimiento que atrae a mucha gente. Uno nunca sabe cuándo Shiva le va a salir al paso y en India tiene muchos rostros.
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