Ray Bradbury (1920-2012) imaginó un futuro con los libros condenados a la hoguera, como en el pasado más oscuro, y en el que el poder totalitario temía a la palabra escrita y tiranizaba con imágenes. Fue un genio sui géneris de la ciencia ficción que amaba los libros y abominaba de las pantallas, de internet y la tiranía tecnológica. El autor de 'Farenheit 451' y 'Crónicas marcianas' habría cumplido ahora cien años, como quería. De haberlo logrado, echaría pestes de un mundo dominado por las grandes corporaciones digitales y sumido en la peor crisis de la última centuria.
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Superdotado, prolífico, febril y precoz escritor, –decidió serlo con 3 años– su extensa obra bebió de un inagotable torrente de ideas y una poderosa imaginación. Tenido por un maestro de la ciencia-ficción, él decía ser un escritor de fantasía que miraba al futuro para abordar temas del presente. Para hablar de racismo, de la relación del género humano con la naturaleza, el pánico nuclear o la tiranía televisiva que demonizó mucho antes de su universal eclosión.
Reiteraba que tanto ingenio digital tenía un lado deshumanizador. «Estamos rodeados de demasiados juguetes tecnológicos, con Internet, los ipod, los ipad… La gente se equivocó». Consideraba internet una estafa de los fabricantes de ordenadores y despreciaba los videojuegos, que veía como «una pérdida de tiempo para gente que no tiene nada mejor que hacer».
Con 'Crónicas marcianas' (1950) situó al ser humano sobre la superficie del planeta rojo entre 1999 y 2026. Se le vinculó a los padres de la ciencia ficción del siglo XX como Stanislaw Lem e Isaac Asimov, pero sus narraciones fantásticas tienen un aliento poético y humanista, una clara intención moral y un extraño romanticismo. En sus cuentos sobre la conquista de Marte describe al planeta como un páramo de arenas azules y ciudades en ruinas. Logra que el lector se apiade de los marcianos, que parecen al principio seres espantosos pero acaban generando compasión ante la colonización humana que llevó la viruela y otros males al planeta. Fue su excusa para denunciar la devastación de la guerra y el germen autodestructivo que anida en el ser humano.
Su obra más icónica es 'Fahrenheit 451' (1953), un alegato en favor de los libros y contra el domino de la imagen escrito por un ratón de biblioteca que halló en la lectura la universidad a la que no pudo acudir por falta de recursos. Bradbury fabuló en su mejor novela con un porvenir aterrador, un mundo atenazado por el totalitarismo y la deshumanización. Un civilización que condena y abrasa unos los libros que deben refugiarse en la memoria de los revolucionarios lectores.
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Tecleó en una máquina de escribir alquilada este magistral relato cuyo título alude a la temperatura a la que arde el papel y que François Truffatut llevó al cine en 1966. Anticipa una sociedad sometida y controlada por monitores planos e interactivos, sistemas de comunicación en red, una publicidad omnipresente y un discurso secuestrado por la corrección política. Según su autor, 'Fahrenheit 451' puede leerse como «la historia de un hombre que se enamora no de una mujer, sino de una biblioteca». Pero, paradójicamene, también dijo que «todos tenemos algún libro que nos gustaría ver arder».
«La ciencia ficción es una estupenda manera de pretender que estás escribiendo sobre el futuro cuando realmente atacas el pasado reciente y el presente», dijo este contradictorio amante de los libros y los periódicos. Vendedor de diarios en su juventud confió en el futuro del papel prensa. «Seguirán estando, porque tenemos que volver a enseñar a leer. Con el paso del tiempo se volverá a leer el diario, porque nos cansaremos de Internet», declaró al diario ABC.
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También dramaturgo, poeta y guionista –escribió guion de 'Moby Dick' para John Houston–, dejó más de 400 títulos, con decenas de colecciones de relatos y una veintena de novelas. Tuvo y tiene millones de lectores.
Conservador, por no decir reaccionario, achacaba buena parte de los problemas de su país a «feministas, negros y homosexuales». Defensor de la familia tradicional y contrario al divorcio, vivió con su mujer Marguerite solo para mantener la convención de padre y madre ante sus hijos. De porte patriarcal y carácter bonancible, el hombre que soñó con barcos antiguos para surcar las arenas marcianas y que se anticipó al futuro con artefactos inquietantes nunca tuvo carné de conducir y aborreciera viajar en avión, una aventura que solo acometió ya entrado en años. Nació en Waukegan, Illinois, el 22 de agosto de 1920 y murió el 5 junio de 2012, con 92 años. Su deseo era ser enterrado en Marte, pero su restos descansan en el Westwood Village Memorial Park de Los Ángeles.
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Bien editado en español, Nórdica acaba de publicar 'Un sonido atronador', con traducción de Maite Fernández, y el grueso de su obra está en el catálogo de Minotauro. «Nos obliga a reflexionar y conjuga la acción y el entretenimiento con la poesía, lo que dota a su escritura de una densidad que no tienen otros autores de ciencia ficción», señala Fernández, que le tiene por un verso suelto del género.
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