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Al hombre siempre le ha gustado matarse con mucha ceremonia. Con pistola o a espada, o simplemente a garrotazos, como pintó Goya, el honor masculino gusta de la sangre. Desde que Homero narró cómo se las gastaban Héctor y Aquiles, o desde que David enseñó ... a Goliath que más vale maña que fuerza, la humanidad ha preferido, a la hora de defender la honra, los balazos a los abrazos. El código militar, la etiqueta cortesana y las reglas de la aristocracia están en el origen histórico de los duelos.
Este tipo de lances, a los que tan aficionado era el Quijote –sobre todo si era con el caballero de la Blanca Luna–, eran costumbre más o menos arraigada desde el siglo XV hasta comienzos del siglo XX. Su origen se remonta a los torneos medievales.
Fernando el Católico no se andaba con remilgos si tenía que atemperar la fiebre por el duelo. Quien se aventurara a pisar el campo de honor corría el riesgo de ir al destierro a las Américas o a galeras. Tampoco estaba bien visto por la Iglesia el combate, fuera en buena lid o de forma clandestina, que también ocurría. Sobre el duelista pesaba siempre la amenaza de muerte eterna, dado que la jerarquía eclesiástica condenaba estos enfrentamientos y prohibía que los caídos sin confesión recibieran sepultura sagrada. La razón es sencilla. Si un duelista se llevaba por delante al contrario, era un asesino; si moría era un suicida, y, como se sabe, los suicidas no tenían derecho a descansar en tierra cristiana.
No siempre se perdía la vida en la reivindicación de la reputación propia y ajena. El poeta José de Espronceda perdió el pulgar de la mano derecha en un desafío y como no salió tan malparado siguió metiéndose en líos hasta salir escaldado: recibió una cuchillada en la cabeza. El escritor Blasco Ibáñez tuvo suerte y salvó la vida milagrosamente porque la bala que iba dirigía en su contra se frenó al atravesar su cinturón. Para evitarla angustia y los nervios, se aconsejaba a los duelistas tomar una buena dosis de bromuro o unas gotas de veronal, el primer somnífero de que se tiene noticia.
Salvo que uno se disparara al propio pie –cosa peores se han visto– , del trance se podía salir sin demasiados rasguños. Si el agravio era muy grave, no cabía otra que la muerte. Pero si se hacía por una cuestión menor, el reto acababa a primera sangre. Los que no querían ni morir desangrados ni quedar en ridículo por una simple heridita, podían concertar un término medio, un duelo que finalizase cuando uno de los contendientes quedara incapacitado para continuar.
Quien se plantaba ante un desafío solían ser gente de postín y de la clase alta, especialmente aristócratas, militares, políticos, escritores y periodistas. Mediante estos desafíos se resolvían disputas al margen de la ley y la justicia, como adulterios, discrepancias sobre la linde de un terreno, ofensas, afrentas al pudor de una dama.... Se trataba de un ritual reservado exclusivamente a los hombres. Las mujeres no podían contemplar el espectáculo, ni siquiera las directamente concernidas por una ofensa.
Y es que el honor de una mujer lo defendían los hombres: ellas, ante todo, debían guardar recato, mucho recato. Si un caballero acudía a los tribunales para salvaguardar la buena fama de su esposa, acabaría arrastrando por el lodo su reputación. De ahí que el duelo exigiera discreción y padrinos de confianza. Esta figura era esencial. Sobre el padrino recaía la responsabilidad de verificar las armas, velar por el cumplimiento de las reglas y, en caso de que su representado falleciera, hacerse cargo de su cuerpo para entregarlo a sus allegados.
Los ofendidos tiraban de espada, sable, daga o pistola. Precisamente estos días se puede ver en el Museo del Romanticismo un excepcional estuche con pistolas de duelo y sus accesorios, damasquinados en oro. Las armas fueron fabricadas en Éibar por el prestigioso arcabucero Eusebio Zuloaga hacia 1856-1860. Esta pieza forma parte de la exposición 'El lujo del honor', que permanecerá abierta hasta el 8 de octubre. El estuche incluye una pareja de pistolas, además de los accesorios para su carga y mantenimiento: llaves para el montaje, turquesa para fundir las balas, polvorera para introducir la pólvora y baquetas para la carga.
No es ocioso que los objetos se expongan en el Museo del Romanticismo. Fue en este periodo en que los lances de honor más se prodigaron, al ser el honor consustancial al pensamiento de las sociedades del XIX. Sin embargo, el fenómeno no es privativo de ese siglo. En el XX también hubo disputas sonadas, como la que protagonizó Rafael de León y Primo de Rivera. Marido de María de las Cuevas Pickman, nieta del fundador de La Cartuja de Sevilla, Rafael de León dilapidó el patrimonio, así que no le quedó otra que recurrir al préstamo. Quien le cedía el dinero era su amigo Vicente Paredes, capitán de la Guardia Civil.
Un día, al manirroto le llegó un anónimo en el que se le advertía que el capitán pretendía a la marquesa. Lleno de ira, buscó al guardia civil y le derribó de un sopapo. No había más remedio que celebrar un duelo a muerte. Tuvo lugar el 9 de octubre de 1904 y el marqués consorte cayó al primer disparo. La Iglesia prohibió el entierro en el camposanto, pero una multitud sublevada de los trabajadores de La Cartuja lo trasladó por las bravas en el panteón familiar. Esa misma noche, la policía sacó el féretro y lo trasladó al cementerio civil de Sevilla. «El duelo y sus secuelas conmocionaron al país durante semanas», cuenta Miguel Martorell, profesor de Historia Social de la Uned.
Hoy tanta emoción desbordada solo se ve en un duelo de sables de luz de 'Star Wars'.
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