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Será cosa del humor negro o quizá del destino, pero ya es curioso que el más enrollado de los regidores matritenses emprendiera su postrero viaje a bordo de un coche expresamente traído desde Barcelona. Al bueno de Tierno Galván lo llevó hasta el cementerio ... de La Almudena una carroza fúnebre del museo del cementerio de Montjuic. Conocida como La Imperial, tuvo que ser enviada urgentemente en tren hasta Madrid, pues a la berlina destinada a conducir por el Paseo del Prado el cuerpo del Viejo Profesor se le murió el motor en el último momento. Se pensó entonces en una carroza del Ayuntamiento de Vic, pero, ¡ay!, exhibía bien grande un escudo catalán, incómodo detalle que acabó decidiendo a las autoridades capitalinas a pedir auxilio al 'eterno' rival. Salvado 'in extremis' el contratiempo, don Enrique se dio su último garbeo por las calles de su Madrid a bordo de la joya de la colección de Montjuic, genial guiño gamberro del alcalde de la Movida. En aquel multitudinario entierro del 21 de enero de 1986, solo unos pocos sabían que el coche mortuorio lucía en un discreto rincón de su bruñido chasis un escudo de la muy barcelonesa Casa de la Caridad, antecesora de la empresa municipal de los cementerios de Barcelona, que, precisamente, había adquirido La Imperial en Madrid en los años 30 del siglo pasado para reforzar su negocio funerario en la Ciudad Condal.
«El escudo era pequeñito y ocupaba un espacio en la parte baja de la carroza, así que no era tan visible. Además se tapó con unas flores, con lo cual tampoco se adivinaba que fuera de Barcelona». Lo cuenta Adrià Terol, un historiador de 32 años que viene de familia de funerarios y que es feliz con su trabajo de guía de los cementerios monumentales de Montjuic y Pobleneu, los decanos de Cataluña. Ambos conservan un patrimonio funerario impresionante, y el Museo de Carrozas Fúnebres merece un lugar destacado. Son trece (el número ya promete) fantasmagóricos carruajes los que conforman ese inquietante ajuar mortuorio, único en Europa, y que permanece abierto al público con entrada gratuita.
Esos coches (algunos con más de un siglo de antigüedad) tirados por caballos llevaron a sus definitivas moradas a insignes próceres de la patria y al último obrero textil de La Rambla. La Imperial también trasladó el cadáver de Benito Pérez Galdós (enterrado en La Almudena en 1920), pero la más emblemática de la colección es La Estufa, un carruaje de hechuras aristocráticas, así bautizado porque sus grandes y costosos cristales protegían del frío y de la lluvia a sus ocupantes. Utilizado por la alta burguesía catalana para presumir y hacer ostentación de su riqueza, el vehículo no tardó en dar el paso a la cosa de las pompas fúnebres. Pronto su urna rodante brillaría en suntuosos enterramientos, como los del pintor Santiago Rusiñol (1931) y Enric Prat de la Riba (1917), uno de los padres del nacionalismo catalán.
A diferencia de La Imperial, La Estufa «estaba fabricada en Barcelona y por eso era la elegida por la gente importante de aquí», afirma Adrià, que siempre que explica a los visitantes (cinco mil al año) los detalles de este carruaje dedica unos instantes a recrear cómo eran aquellos sepelios en los que la gente salía a las calles y arrojaba flores al paso de la comitiva mortuoria, a la que acompañaban los réquiems interpretados por bandas de hasta setenta músicos.
La galería también guarda un lugar especial para el Grand Doumont, una pieza de lujo creada por el duque francés Louis d'Aumont (de ahí su nombre), de chasis elegante, maderas de ébano talladas a mano y orfebrería de bronce. Al Grand Doumont recurrían las familias de clase acomodada para despedir con todo boato a sus muertos, que para eso se iban dejándoles sus fortunas.
La flotilla de carruajes que conserva el cementerio de Montjuic no deslumbra, lógicamente, por su rico colorido, pero sí por los detalles mortuorios que se adivinan en los pliegues decorativos de los vehículos. Conviene detenerse ante esa escenografía y tratar de descubrir entre su barroca ornamentación las figuras ligadas por tradición a la fugacidad de la vida. Angelotes que guían el alma del difunto; santos como Santa Lucía con sus ojos vendados (la fe ciega), el reloj de arena alado (metáfora del 'tempus fugit', el tiempo vuela), la flor de la adormidera (símbolo del sueño eterno), las coronas de siemprevivas, las guadañas de la muerte, las letras alfa y omega (principio y fin de los tiempos), plañideras y búhos, sinónimo de sabiduría, pero también una rapaz nocturna que al guiarse en la oscuridad, se le atribuye el poder de ver el más allá. «En el mundo pagano», ilustra Adrià, «escuchar un búho era el anuncio de una muerte inminente, y esto se aplicó luego al mundo funerario».
Adrià Terol, guía del museo
La irrupción de las carrozas fúnebres en Barcelona está íntimamente ligada a la historia de la ciudad, concretamente a la inauguración del viejo cementerio de Pobleneu en 1819, situado fuera de las murallas, para acabar con la insalubridad de los entierros en los camposantos de las parroquias urbanas.
En 1835, ante las dificultades que suponía el traslado del cadáver a pie y en parihuela, se estableció la obligación del uso de carruajes, lo que desató cierta contestación ciudadana al encarecer el nuevo servicio los sepelios. «Realmente era un dineral», apunta Adrià, que se hace eco de las tarifas de un catálogo de 1876 que ofrece entierros de gran lujo por 250 pesetas, y otros más sencillos «tirados por dos caballos» a 40 pesetas. «Era muchísimo dinero y la gente lo pagaba a plazos durante toda su vida». Basta recordar, ilustra Adrià, que un obrero ganaba de diez a doce reales al mes el equivalente a unas tres pesetas.
Por eso, la mayoría recurría al carruaje más popular, La Araña, así conocido por su estructura basada en cuatro sencillas varas de acero que recuerdan las patas de un arácnido. La gente exclamaba a su paso ¡mira, una araña! y al cochero le llamaban el 'cazarañas'. Era el más humilde de todos, el que alquilaban obreros, jornaleros y pobres de solemnidad. Los de tonalidades blancas, el color de los ángeles, símbolo de pureza y virginidad, se reservaban para transportar los féretros de infantes (bebés y niños menores de siete años) y párvulos (menores de doce). En aquellos años (desde la segunda mitad del XIX a bien entrado el XX), la tasa de mortalidad infantil alcanzaba el 50% en las clases menestrales. El carruaje blanco también transportaba los restos de monjas y de doncellas, «las mujeres que morían solteras», explica el guía de este museo de coches con un rasgo inequívocamente común: nadie quiere ser su pasajero.
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