Joaquín Sorolla (Valencia, 1863-Cercedilla, 1923) es uno de los pocos artistas que saboreó el triunfo y la riqueza en vida. Su amigo y paisano Vicente Blasco Ibáñez es otro de los pocos que lo consiguió. Sorolla fue profeta en su tierra y más allá ... de las fronteras de su país. Trabajador infatigable, tuvo una existencia novelesca: conoció Londres, Berlín, el París de la Belle Époque, de Proust, del Moulin Rouge y Colette, el Nueva York de los primeros puentes y rascacielos y el Madrid de las tertulias y zarzuelas.
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Aunque pintó a Unamuno, Baroja y Machado, tuvo sus más y sus menos con los miembros de la Generación del 98. En ese choque entre la España negra y la blanca, Unamuno y Baroja se quejaron de su «facilidad para la pintura», como si fuera un demérito tener ese don.
Su visión vitalista y luminosa del paisaje desagradaba al sombrío Unamuno, en consonancia con el dramatismo y crudeza de Zuloaga, otro grande del arte. «Mantuvo una relación tirante con los del 98. Baroja le lanzó también varias puyas en sus memorias, con esa gracia ácida que gastaba. La postura de Sorolla fue no meterse mucho en fregados, solía escapar de los círculos intelectuales y de ese tipo de debates», asegura César Suárez, autor de 'Cómo cambiar tu vida con Sorolla' (Lumen), una biografía novelada del genio valenciano.
Para él posaron escritores, intelectuales, científicos y artistas como Galdós, Juan Ramón Jiménez, Pardo Bazán, María Guerrero, Gregorio Marañón, Santiago Ramón y Cajal, además políticos como Emilio Castellar o el presidente de Estados Unidos William Howard Taft. Sobra decir que era un artista cotizado y un trabajador incansable, casi estajanovista. «Eso le acabó pasando factura. A partir de 1915, comenta en una carta que sufre un fuerte dolor en la nuca y una cierta parálisis, síntomas que parecían augurar el ictus que acabaría con su vida»
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Pese a que le encantaba pintar al aire libre y atrapar el movimiento, desde el reflejo del agua a la reverberación de la luz en el mar, incluso algo tan inaprensible como la atmósfera, le disgustaba que le afiliasen al impresionismo. «En muchos aspectos coincide con el impresionismo. Pero no le agradaban la bohemia, el desorden, el hacer las cosas por inspiración. Él era un tipo muy laborioso que se levantaba temprano y que no podía estar bebiendo absenta hasta altas horas de la madrugada. Rechazaba invitaciones, banquetes, pompas y honores porque le parecía una pérdida de tiempo. Lo que él quería era pintar y pintar».
Sorolla toco la gloria cuando participó en la Exposición Universal de París de 1900, un acontecimiento que supuso su consagración internacional. Pero el verdadero éxito, crematístico y de público, ocurrió en los Estados Unidos, un triunfo comparable al que disfrutaron los impresionistas franceses allí gracias a la aparición de un jugoso y nuevo mercado del arte. Cuando nueve años después viajó al país para colgar sus obras en los salones de la Hispanic Society de Nueva York, regresó con la bolsa repleta de dinero. «Volvió con 180.000 dólares de la época, que equivalen a cinco millones de euros de ahora. Fue un hombre riquísimo. Eso y el contrato para la Hispanic Society que firmó con Archer Huntington, que le encargó una serie de pinturas históricas de España y Portugal, le permitieron comprar los terrenos donde construyó el palacete del Paseo del Obelisco de Madrid, donde hoy se encuentra la casa-museo que su viuda legó al Estado».
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Clotilde García del Castillo fue mucho más que la esposa de Sorolla. Su historia es la de un amor inquebrantable y una adoración mutua. Clotilde fue su musa, modelo, albacea, gestora y piedra angular sobre la que forjó su carrera. Hija del pintor y fotógrafo Antonio García Peris, intercambió con Sorolla miles de cartas y guardó celosamente los testimonios de su vida en común. Sin Clotilde, a la que su marido llamaba «mi ministro de Hacienda», hoy el mundo desconocería quién fue el artista. «Además de su sostén emocional, porque Sorolla era un tipo muy vehemente que se dejaba arrebatar por la ansiedad, Clotilde fue su cabeza, su corazón y su carne. Ella le llevaba los asuntos económicos y le organizaba las exposiciones y catálogos, porque Sorolla se despistaba a menudo con las fechas. Cuando no lo hacía, las cosas no le iban tan bien a Sorolla».
A los 57 años sufrió un ictus que le dejó medio cuerpo paralizado e incapacitado para trabajar, lo que para un pintor tan prolífico fue todo un trauma y una muerte en vida. Tres años después, murió a los 60, en 1923. Se fue un gigante del arte, un hombre apasionado y una mente analítica para los negocios.
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