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Como la irreductible aldea gala que los romanos jamás dominaron, ningún movimiento ni moda pudo apropiarse del arte de Oskar Kokoschka (1886-1980). El pintor austriaco fue un nómada, un rebelde con muchas causas que cambió de estilo y ambiciones estéticas un sinfín de veces ... durante su azarosa carrera. Una trayectoria singular que recorre el Museo Guggenheim de Bilbao con la muestra 'Oskar Kokoschka: Un rebelde de Viena'.
Activista cultual y político, comprometido pacifista, antifascista, pionero europeista y uno de los padres de la pintura moderna, creía que «el artista debe alertar sobre lo que pasa y crear mundos mejores». Su empeño era pintar almas y navegar a contracorriente.
Organizada en colaboración con el Museo de Arte Moderno de París, donde ya se ha visto, y con patrocinio de la Fundación BBVA, la muestra reúne 122 obras de todas las épocas del indomable Kokoschka hasta el 3 de septiembre.
Dieter Buchhart, Anna Karina Hofbauer, Fabrice Hergott y Fanny Schulmann son los comisarios de una exposición que repasa las mil aventuras artísticas del pintor centroeuropeo, un espíritu libre que fue muchos pintores en uno. «No dejó de reinventarse a lo largo de toda su carrera, creando un corpus artístico revolucionario como adalid del arte figurativo», dicen los comisarios.
El arte fue el hilo conductor de su vida. Alternó el teatro con el activismo político, la escritura y la pintura. «Utilizó el género del retrato como un instrumento analítico capaz de revelar el yo interior de sus modelos, a los que pedía que se movieran, superando los ideales clásicos», destacan los responsables de la muestra.
El carácter nómada, radical e independiente de Kokoschka tiene una enorme importancia en su evolución plástica. Sus primeros trazos asilvestrados e innovadores causaron un enorme revuelo en la escena artística de la Viena de principios del siglo XX, la de Gustav Mahler, Sigmund Freud y el Art Nouveau del que se distanciaría. Influyó en Egon Schile y lo apadrinaron Gustav Klimt y Adolf Loos. Gracias al mecenazgo del arquitecto austriaco le encargaron muchos retratos que resolvió con su fiero estilo. «Le convirtieron en un pintor salvaje, en 'Kokoschka el Loco', el rebelde de los rebeldes», dice Dieter Buchhart. La prensa lo había bautizado como «la bestia más salvaje de todas».
En aquella Viena efervescente se cruzó con Alma Mahler, viuda del músico, a quien conoció en 1912 en casa del pintor Carl Moll. La dibujó mientras ella tocaba el piano y dos días después le envió la primera de las cuatrocientas cartas de amor que le escribiría. Los muchos retratos de su musa atestiguan la fascinación que Kokoschka sentía por ella.
La relación pasaría de la pasión al tormento y al odio cuando Alma se prendó de Walter Gropius. El celoso abandonado no superó jamás el desplante. Su tóxica obsesión culminó con la famosa muñeca que Kokoschka mandó realizar a la diseñadora Hermine Moss y que bautizó como 'Mujer silenciosa'. Era una recreación a tamaño natural de su examante que paseó por salones, cafés y teatros, y que pintaría con feroz resentimiento al menos tres veces. Una doncella peinaba al maniquí de tamaño natural al que Kokoschka decapitó en una noche de ira y alcohol.
Destrozado por su ruptura con Alma Mahler, el pintor se había alistado en el ejército al estallar la primera guerra mundial. Herido grave en dos ocasiones, se trasladó a Berlín, donde firmó un contrato con el galerista Paul Cassirer. Sumido en una profunda depresión, recibió tratamiento en un sanatorio en Dresde, ciudad en la que fue nombrado catedrático de la Academia de Bellas Artes.
Viajó luego por Europa, el norte de África y Oriente Próximo. Pintó paisajes y retrató a personas y animales –al legendario Tigón, mezcla de tigre y león del zoo de Londres– con su contestatario expresionismo mutante. En los años 30 hizo de su arte una herramienta de resistencia frente al emergente nazismo, con una firme defensa de la libertad moral, social y artística. Sus pinturas se tornaron alegóricas, y reaccionó, como Picasso, al brutal bombardeo de Guernica con la litografía '¡Ayuda a los niños vascos!'.
Huyó de Austria tras ver cómo el régimen pronazi confiscaba más de 400 de sus obras y tildada su arte de «degenerado». Se estableció primero en Praga y luego en Londres, donde se intensificó su compromiso antifascista con la fundación de un frente popular. En el exilio fue un pionero en apoyar el proyecto de una Europa unida, propugnando la unidad de los pueblos y apelando a la conciencia humana. Anticipó además los peligros de la segunda mitad del siglo XX, como las crisis económicas y la amenaza nuclear.
Tras la segunda guerra mundial se trasladó a Suiza, donde produjo unas obras de gran madurez e influencia. En 1948 y 1949 tuvo lugar una gran exposición itinerante dedicada a Kokoschka, con sedes en Boston, Washington, St. Louis, San Francisco y Wilmington, para terminar en el MoMA de Nueva York. En los años anteriores a su muerte había alcanzado una tardía fama internacional, la misma de la que gozaron mucho antes sus colegas Klimt y Schiele.
Poco conocido por el gran público español, la del Guggenheim es, sin embargo, la tercera muestra que se dedica en España al pintor de múltiples registros. La primera se celebró en 1975 en la Fundación March y contó con la presencia del artista, tan admirador del Greco que viajó en su día a Toledo para ver la obra de cretense y pintar la ciudad. En 1988 fue el Museo Picasso de Barcelona el que reunió casi dos centenares de pinturas de las 500 que se calcula que firmó Kokoschka.
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