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Jorge Alacid
Martes, 2 de mayo 2017, 10:17
Gente que come, gente que apura su café. Y gente que fuma. Y, sobre todo, una predisposición a la violencia, cuya inminencia festonea todos los relatos que Eduardo Halfon acaba de publicar en 'Clases de chapín'. Con esos materiales, ricamente espolvoreado de magia y una ... atmósfera hipnótica, se edifica el delicado volumen de relatos recién publicado por el escritor guatemalteco en la editorial riojana Fulgencio Pimentel. Halfon presenta ante el lector ese universo tan caro a toda su obra, el desolado territorio donde explora «el espacio etéreo y violento» del cuento. «Escribo en los perímetros del infierno», acepta, mientras contesta a través de Facebook a esta entrevista desde Nebraska, en Estados Unidos, donde ahora vive. «Aunque la mayoría de esos cuentos los escribí cuando vivía en La Rioja», aclara.
- ¿De dónde le llega la inspiración? Me refiero al primer fogonazo, a la noción preliminar de creatividad.
- Todo cuento que escribo empieza con una imagen, como si fuera una fotografía que quiero compartir con el lector. Un recuerdo, un instante, una emoción, algo muy visual. Y empiezo a escribir a partir de esa imagen sin saber nada más. No sé qué ocurrirá en la historia, ni qué tan larga o corta será. Simplemente empiezo a escribir esa imagen y luego me dejo llevar.
- ¿ Y el estilo? ¿De dónde nace?
- Es difícil hablar sobre el estilo, más aún sobre el estilo propio. Prefiero hablar de técnica o procedimiento. Y el cuento, como género, obedece a esa idea de despojo, de eliminar todo aquello que sobra, hasta llegar a la esencia de lo que queremos contar. Los primeros borradores de mis cuentos son como un arbusto, y de ahí empieza el trabajo de cortar y podar y reducir. Tipo bonsái.
- Me pregunto cómo sabe un autor que se encuentra ante una historia propicia para ese formato corto, para el cuento. ¿Es una intuición, una predisposición?
- Para mí, toda historia que escribo es un cuento. Es decir, yo sólo escribo cuentos, ya sean éstos de dos párrafos, de dos páginas, o de cien. Da igual. Mi intención siempre es la misma: la intensidad y espontaneidad de un cuentista. Esto, supongo, es muy distinto con un escritor de novelas, que planifica más, que se puede permitir altos y bajos en la acción. El cuento no funciona así. Funciona de otra manera, en otro espacio más etéreo y violento.
- En su obra, no sólo en 'Clases de chapín', el lector siente siempre la inminencia de la violencia, aunque no necesariamente estalle. ¿Es una sensación compartida por el autor?
- Creo que esa también es una característica del cuento como género, o al menos como yo lo percibo. Algo siempre está a punto de suceder, a punto de romperse, a punto de explotar. Mi trabajo como cuentista, quizás, es saber contenerlo. Digamos que yo escribo no desde la violencia, sino desde el potencial de la violencia. O para decirlo con Borges, cuando aludía a los cuentos de Cortázar: yo no escribo en el infierno, sino justo afuera, rondando en su perímetro.
- En cada cuento late una especie de pulso entre el lenguaje y el habla popular. Lo cual desvela a un autor con un oído especialmente fino para los giros lingüísticos, para los detalles. ¿Está de acuerdo?
- La literatura, en el fondo, aspira a ser música. El sonido de las palabras es tan importante como las palabras mismas. Y esto se vuelve imperativo al querer reproducir el habla local de alguien, ya sea el de una niña de clase alta, o el de un par de delincuentes, o el de un médico, o el de un viejo comerciante árabe. Darles voz tiene más que ver con música que con palabras.
- Una reflexión sobre la violencia, de nuevo. Esa violencia no expresa, que se anuncia: da la sensación que sus historias hablan del drama de lo cotidiano, de su misterio.
- Como cuentista, el único drama que me interesa es el cotidiano, pues es el único que la mayoría de nosotros conocemos. Es decir, ahí, en lo cotidiano, podemos encontrarnos autor y lector. Y es que en lo cotidiano existe siempre la violencia no expresada. O más bien un miedo a la posibilidad de la violencia, a que algo violento está a punto de suceder. Me interesa más el miedo a la violencia que la violencia misma.
- ¿Y esos finales abruptos? Hay en ellos un eco a Raymond Carver, o a mí me lo recuerda al menos...
- No son abruptos. Al contrario. Un cuento termina como cualquier episodio de la vida, sin campanitas ni música de fondo ni cierre de telón. Esos serían finales con melodrama. El cuento no es más que una rodaja de vida. Un fragmento de algo mayor. Hubo vida antes del inicio del cuento, y la vida continuará después. Pero ese fragmento, ese puñado de folios, si está bien escrito, debe hacerte sentir la totalidad de la vida.
- Su peripecia como escritor guarda cierta semejanza con Nabokov, con esos autores que escribían en inglés aunque no fuera su idioma natural. Algo parecido a su caso con el español...
- Parecido, pero opuesto. Nabokov, que era ruso, adoptó el inglés como su lengua literaria. Yo tengo el inglés bien metido desde los diez años, cuando nos mudamos con mi familia a Estados Unidos. Pero sólo escribo en español, es la lengua de mi infancia.
-Una pregunta final, sobre otra constante que aparece en sus relatos: esa insistencia en el concepto de identidad. Como si usted buscara a través de ellos explicar quién es Eduardo Halfon.
- Es que yo no sé quién es Eduardo Halfon. Yo me despierto en las mañanas y no tengo ni idea de qué hago, ni por qué lo sigo haciendo, ni de dónde vengo, ni qué lenguaje hablo. Es como si viviera partido en muchos pedazos, como si mi identidad fuese un espejo astillado. Quizás por eso intento construirme a través de mis personajes. No explicarme, pues eso implicaría llegar a entender algo, cosa que nunca sucede. Pero sí construirme, unir todas esas astillas aunque sea en otro personaje, aunque dure sólo unas pocas páginas, aunque sea un espejismo, una ficción.
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