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PABLO GARCÍA-MANCHA
Lunes, 1 de mayo 2017, 12:58
Ricardo del Río, con 95 años a sus espaldas y una memoria absolutamente nítida, todavía se estremece cuando revive el gélido amanecer del 24 de marzo de 1942 a orillas del río Voljov en la sangrienta batalla de Leningrado: «Aquella noche dormíamos todos los ... de nuestra batería en una casa cerca de Podvereje. Hacía un frío horroroso, se helaban hasta las palabras... La familia rusa se apilaba alrededor de un horno y nosotros lo hacíamos uno al lado del otro para aguantar el poco calor que nos quedaba. De pronto comenzamos a escuchar el estruendo de los proyectiles de los 'órganos de Stalin' muy cerca hasta que nos pegó uno de lleno. El bombazo fue indescriptible. Nos levantamos sin mirarnos, pero Soto se quedó inerte. Le tiré de la pierna, y nada, que no se movía. Entre dos le dimos la vuelta y vimos que tenía la cabeza reventada por un pedazo de metralla que había atravesado la pared y se había incrustado directamente en su cara. Temblábamos como niños; era tremenda la escena del pobre Soto muerto allí. Era muy joven, de Santo Domingo de la Calzada; tenía dieciocho años, como yo».
Pero, qué podía conmover el alma de unos chavales de Grañón que hacía la mili en Logroño para irse hasta Rusia a luchar a más de cuarenta grados bajo cero con el ejército de Hitler en uno de los frentes más duros de la II Guerra Mundial: «Un día de finales de junio de 1941 llegaron al Regimiento de Artillería pidiendo voluntarios para Rusia. Estábamos cinco amigos en el patio y nos dijimos los unos a los otros: 'no tendrás cojones de ir'. Y así, entre desafíos y bromas nos apuntamos. No se lo dije ni a mis padres ni a mi novia; se enteraron cuando les mandé la primera carta desde el frente. Menuda se llevaron».
Recuerda Ricardo, nacido en Grañón y policía jubilado, que dos días después de apuntarse los trasladaron a Burgos, uno de los puntos de encuentro que había dispuesto el Ejército para organizar las levas que darían forma a la División Azul: «Iban también los forzosos, que no pararon de llorar durante todo el camino. Aquellos muchachos tuvieron mucha suerte porque había tal marabunta de gente que sobraban muchísimos soldados, así que les dieron la boleta». El retén de divisionarios riojanos permaneció en Burgos haciendo instrucción y poca cosa más porque estaban todos los cuarteles atestados. «En mi grupo estábamos el teniente Alfredo Barrios y su hermano Julio, los dos de Grañón. También un tal Poli y un hijo de un Guardia Civil de Santo Domingo».
Y llegó el día de abandonar España: «A Rusia marchamos el doce de julio. Montamos en tren con destino a la frontera y paramos en San Sebastián. El tren se detuvo en Hendaya. Allí nos ducharon y nos cambiaron de uniforme. Fue la primera vez que me puse el azul de la Wehrmacht. Desde Hendaya nos metieron en otro tren hasta Alemania. Cada vez que parábamos en algún sitio de Francia nos increpaban con el puño en alto. La mayoría de aquellos eran españoles exiliados tras la Guerra Civil que sabían quiénes éramos. Sin embargo en Alemania era otra cosa, en cada estación había un gentío esperándonos, nos daban caramelos, besos, de todo».
El contingente de voluntarios tenía como destino el campamento de Grafenwöhr, que estaba muy cerca de Nuremberg, «donde recibimos la instrucción y nos dieron macutos con toda la intendencia necesaria y los uniformes definitivos. No podíamos con ellos de lo que pesaban. Había hasta cepillos para limpiarnos las uñas. Lo que nos parecían increíbles eran las cantinas, enormes y preciosas. No habíamos probado una cerveza tan rica nunca y como había tanta hasta nos podíamos lavar la cara con ella».
La División Azul, un contingente de 50.000 hombres, se integró en el 'Heer' como un cuerpo más de las Fuerzas Armadas alemanas y era obligatorio que juraran lealtad hasta la muerte al Fürher (en el caso de los españoles se hizo una versión en el que la lealtad al jerarca nazi se circunscribía a la lucha contra el comunismo): «Un día nos llevaron a una explanada gigantesca y nos hicieron formar. Creo que nos habló Hitler, pero estaba tan lejos de nosotros que ninguno sabíamos quién era...». (No fue Hitler, en realidad su representante en el acto de juramento de fidelidad al Fürher fue el general Friedrich Fromm, que sería ejecutado en 1945 por estar involucrado en el atentado de von Stauffenberg en el Complot del 20 de julio, el principal de los atentados contra el genocida alemán).
Tras dos semanas en Grafenwöhr, partieron con destino al frente atravesando Polonia con una parada en Varsovia: «Era impresionante cómo se había quedado la ciudad; más de la mitad estaba destrozada, hecha añicos. Era una imagen dantesca que comenzó a ofrecernos la realidad de lo que nos esperaba en Rusia. En aquellos trenes y en nuestro campamento de Polonia había carteles en los que nos prohibían hablar con chicas judías. Ellas llevaban distintivos amarillos en el brazo, el pecho y hasta en la espalda. Y aunque estaba prohibido, hablábamos con ellas y el que no iba con una iba con dos; para nosotros eran personas normales, aunque los alemanes ni les hablaban...».
Unas semanas después recibieron la orden de partir hacia Rusia. Les separaban unos mil kilómetros con el frente y tuvieron que realizar a pie una marcha durísima, agotadora e interminable. La división era hipomóvil (es decir, tirada por caballos). «Según íbamos andando notábamos más y más frío. No paramos de andar durante un mes y medio, sólo dormir, comer y caminar. Fue algo tremendo, como ir desde Almería a La Coruña con todo el material militar encima. A Rusia llegamos el día del Pilar, concretamente a Nóvgorod, donde relevamos a una compañía de artilleros alemanes. Yo pertenecía a la 12 Batería, dirigida por el capitán José Aguinaga, de Vitoria, que había sido el número uno de su promoción y que siempre estaba dispuesto a cualquier contingencia».
La batalla del río Voljov
Ricardo del Río sirvió en la 12ª Batería (IV Grupo) del Regimiento de Artillería 250 y a su jefe se le concedió el 18 abril de 1942 la Cruz de Hierro de 1ª clase por la brillante actuación en el cierre de la Bolsa del Voljov, una de las míticas y más sangrientas batallas en las que participaron los soldados españoles. «Era durísimo mover cada una de aquellas piezas. Un desplazamiento era como para morirse con el frío que hacía. Nunca hubiera podido creer que se te pudieran quemar las manos al tocar los hierros congelados de los cañones. Del casco nos bajaban unos chuzos de hielo tremendos. Era terrible. Había veces que no éramos capaces de sujetar la pieza al suelo y al disparar el cañón parecía que iba reventar».
La muerte del cabo Soto llegó en Podvereje y el capitán Aguinaga advirtió sus consecuencias en la moral de sus hombres: 'Yo no sé qué les ha pasado a mis artilleros', recuerda Ricardo que les decía amargamente. Cada muerte era brutal y para los compañeros era necesario dar dignidad los entierros: «No había manera de hacer el agujero, pero fuimos capaces hasta de construirle una caja con unos cuantos tablones. A partir de ese momento ya nada fue igual para ninguno de nosotros, aunque estábamos todo el día en medio de los fregados, hasta la muerte de nuestro compañero Soto no nos había tocado una baja tan cerca».
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