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HAMLET A VIDA O MUERTE

JONÁS SAINZ - CRÍTICA DE TEATRO

Martes, 19 de abril 2016, 23:22

Qué pensaría Filimon Kidure, un eritreo naufragado al intentar cruzar el Mediterráneo, viendo Hamlet en 'la jungla de Calais'? ¿Qué pensaría el afgano Abdul-Jamil, que soñaba con aprender en Londres la lengua de Shakespeare pero quedó retenido en Francia? ¿Qué pensarían aquellos seis mil refugiados de veinte países distintos, allí, en medio del lodazal y las tienduchas de plástico, viendo a los cómicos del Globe antes de sufrir una nueva carga policial? ¿Acaso dirían, como el príncipe de Dinamarca: ...? ¿O pensarían, como Firas, un joven sirio de Daraa, que en Siria o en Calais hace falta menos Hamlet y más ayuda europea?

Sé que son solo palabras, palabras, palabras... pero también son gritos en el cielo y en la tierra es teatro. Teatro a vida o muerte en Calais, pero también a plena conciencia en el Bretón cuando se miran de frente los vertiginosos ojos claros de la nada, de esa insondable nada agazapada en las cuencas vacías de la calavera de Yorick; cuando se miran como lo hacen Miguel del Arco e Israel Elejalde. Qué kamikazes, qué bufones, qué locos, qué bardos, qué quijotes... Qué magnifico trabajo de ambos, de toda la compañía, artística y técnica, para conseguir que un simple espectáculo se convierta en un pedazo de la existencia compartida que de ninguna manera puede ser solo un lujo cultural para neutrales. Hamlet así -la palabra- es lo más necesario, lo que no tiene nombre... Son sus gritos en Calais y en Idomeni, que de Logroño a Bruselas deberían ser nuestros actos. Pero la conciencia, bien lo sabían el de Stratford-upon-Avon y el de Elsinor, nos vuelve cobardes a todos. Algo huele a podrido en Europa.

Este Hamlet suicida está entre lo mejor de lo mejor de una extraordinaria compañía y un director capaz de tratar de tú a tú a Pirandello, Molière, Steinbeck, Sófocles... Con Shakespeare se ha superado en concepción y puesta en escena de un gran clásico. Acierta haciendo que todo ocurra en el pensamiento atormentado de un Hamlet filósofo que va del humanismo renacentista, al idealismo, y de ser un precursor del existencialismo al escepticismo más actual. Ser o no ser sigue siendo la cuestión. Su creatividad en el escenario es inagotable, con especial sentido del ritmo continuo de las escenas y de equilibrio en la utilización de las sugerentes videoproyecciones y la carpintería tradicional; tan poético es el relato visual de la muerte de Ofelia, con unas ramas que se convierten en superficie del agua y terminan siendo sus profundidades, como el impresionante descendimiento de la techumbre hasta la tierra del cementerio. La iluminación y la música completan con brillo un trabajo de equipo que, con todo, se sustenta en el trabajo de los actores; y solo siete para todo un Hamlet. Los Kamikaze forman una compañía cada vez más sólida y conjuntada, rompedora en ocasiones que pueden gustar menos -esos gritos y carreras y los ramalazos provocadores como el reguetón de Ofelia enloquecida-, pero capaz de templar energía y sensibilidad. Con muy buenas interpretaciones individuales de Daniel Freire, Ana Wagener y Ángela Cremonte. Y, sobre todo, con un enorme, enorme Israel Elejalde, huérfano, loco, fingido, iracundo, melancólico, roto, cómico y fieramente humano. Un Hamlet a vida o muerte, digno de Calais y del Globe, que nos interpela, seamos o no seamos, a actuar. Esa también es la cuestión.

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