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JUSTO GARCÍA TURZA
Sábado, 21 de marzo 2015, 23:53
El trato con las personas -el roce, que dicen en los pueblos- crea cariño. O rozaduras. Hoy quiero brindar un pequeño homenaje a toda esa abigarrada multitud que disfruta del paseo tan estupendo de la Ribera. El Ebro estos días es una gozada. Niños con patinete, pateando una alegría que se puede mascar. Parejas, ellos y ellas, a un ritmo de baile atlético que muchos añoramos. Ay, juventud, ¿a do te fuiste? Y mayores, muchos mayores, calmosos, solemnes, gozosos, viendo el río y comentando las crecidas que -ellos también fueron niños- contemplaron a sus quince años, cuando el Ebro chiquito se mosqueaba y la Harinera se llenaba de agua.
Y las bicis. Muchas bicis. Todas las bicis del mundo. Ágiles y rápidas las más. Lentas, inseguras, medrosas, como la que manejo yo. Y esa nube de niños y de niñas en bicis de juguete, perfectamente equipadas de timbre, cestillo, luz, guardabarros, que en muchas se nota un estreno que no pudo ser el día de Reyes.
Y sillas de ruedas. Todo chisme que se mueva tiene cabida en ese don de Dios que es la Ribera. ¿Que estorban un poco? ¿Y quién no estorba a estas alturas de la película? La satisfacción y el orgullo que reflejan muchas caras ya merece el esfuerzo. y el respeto.
Otra cosa -mira por dónde- son los perros. He mostrado a menudo en este espacio mi recelo por los llamados 'amigos del hombre', a menudo los únicos. No por nada especial: simplemente porque me han mordido dos veces. Y aseguro, porfío y doy fe de que en ningún caso ha sido por mi culpa. Me sucede lo que al gato escaldado, que hasta del agua fría huye. Porque, vamos a ver. No es lo mismo sacar de paseo en plan mascota un chihuahua, un caniche o un pequinés, perrillos todos ellos simpáticos, guapos, que dan ganas de cogerlos y mimarlos, aunque alboroten y ladren como posesos; no es lo mismo, digo, que hacerlo con un mastín, un pastor alemán o un doberman. Pasear un bicho de estos es como hacerlo con un león, un puma o un tigre. Llamar mascota a un ejemplar de este nivel suena un poco como a algo irreal. Que no se me enfade nadie, pero yo personalmente les tengo algo más que respeto, sobre todo si van sueltos.
Pues bien, sea de todo ello lo que fuere, el hecho cierto es que esta semana pasada, a cualquier hora del día, el paseo de la Ribera ha sido un canto a la vida, a la alegría, algo bullicioso hasta decir basta, un panorama que te hace encarar la vida con la mejor de las sonrisas.
¿A dónde quiero ir a parar? A algo bien sencillo, a la par que muy estimulante. En la Ribera hay mucho roce. Roce físico, porque, pese a lo grande que es el paseo, se nos queda pequeño, puesto que nos movemos todos, y todos a la vez. Y nos estorbamos, esta es la verdad. Los más, hacen de ese inconveniente la ocasión de un saludo, de un pedir perdón, de un «lo siento», de un «por favor, tú primero». Otros, los menos, se montan unos cabreos mayúsculos, claramente desproporcionados, que nunca vienen a cuento. Pasear por la Ribera se ha convertido en un ejercicio de muchas virtudes humanas que unen, que ayudan a comprender, que ayudan a disculpar. Y como encima hay muchos niños, pero muchos de verdad, estos van aprendiendo lo que es convivir, compartir, respetar. ¡Aguantar!
Debo decir que, así como en el Espolón o en cualquier calle de la ciudad toda la chavalería, solos o en manada, van con el 'smartphone' en la mano, siempre y a todas horas, por la Ribera son más raros de ver, lo que hace que puedan tener lugar otras conductas más altruistas y solidarias.
En suma, que desde que vivo a la vera del río me he rejuvenecido y me veo y me siento mucho mejor. Y en eso influye, y mucho, la cercanía de la gente, aunque deba pararme una docena de veces para saludar y echar un palique con unos y con otros. ¡Gracias, padre Ebro, gracias, ribera, por lo que nos das y nos enseñas!
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