Nuria Alonso
Domingo, 21 de septiembre 2014, 20:47
U no de los mantras del Periodismo es que el reportero ha de quedarse a un lado de la historia, debe convertirse en espectador mudo de lo que luego ha de relatar. Pero cuando una se infiltra en un musical, eso resulta imposible. Este es ... el relato de cómo me convertí en una 'miserable' por una tarde.
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15.00 horas. ¿Bailar yo?Dos horas y media antes del inicio del espectáculo, en los alrededores del auditorio CAEM de Salamanca (última parada de la gira antes de recalar en Logroño), nada se mueve. Es pronto. Pero en el interior ya aguarda Ángel Saavedra, adjunto de dirección y engranaje clave del colosal espectáculo, además de 'swing'. Será mi cicerone por las tripas de uno de los musicales más exitosos de la historia: 'Los Miserables', basado en la obra de Víctor Hugo. Ángel no se anda con misterios y me conduce directamente al escenario. De momento, en la penumbra, me observan 1.200 butacas silentes. «Al menos estas no se reirán», pienso.
Mientras contemplo medio atontada el imponente tablado que acogerá el espectáculo, Ángel ya ha empezado a darme pautas. «Se trata del número de 'La canción del hostalero' -dice-. Es la única escena cómica del espectáculo y tú serás una de las borrachas, así que no te preocupes». Desgrana cuáles serán mis pasos. «Entras por aquí con Carlos, otro de los borrachos, y te sientas junto a Santi, ese de ahí», señala a un joven sentado que esboza una sonrisa de oreja a oreja y no hace más que repetirme: «Te vas a divertir un montón», al tiempo que me da palmaditas en la espalda. Procuro enterarme de lo que me indican, pero sus voces comienzan a difuminarse hasta que escucho que tendré que bailar. «¡¿Bailar!? ¿Yo?», he debido oír mal. «Sí», confirma Ángel riéndose ante mi pálido semblante. «Es un paso muy fácil; sólo tienes que saber que tienes una pierna derecha y otra izquierda». «Venga, vamos a ensayar: saltito a la derecha, ahora izquierda, derecha, izquierda, derecha, centro y otra vez lo mismo». Pruebo. Desastre absoluto. Excuso mi ineptitud entre bromas angustiadas. Volvemos a intentarlo. Otra vez más. Y otra. Una más. Ángel salta conmigo y yo intento seguirle. A la sexta vez parece que soy capaz de hacer algo lejanamente acorde con lo que quieren. Hasta que ponen la música y se acaban mis esperanzas. Resignado, Ángel, con paciencia infinita y una media sonrisa, me repite: «Tú no te preocupes, es muy sencillo; además, vas a estar súper respaldada y te van a guiar en todo». «Habrá como unas treinta personas en el escenario, nadie se va a fijar en ti, intenta parecer natural y disfruta», añade guiñándome un ojo.
16.15 horas
Buscando atuendo. El tiempo vuela. Ángel me guía a través de un laberinto de pasillos hasta Vestuario, donde espera Pilar, la jefa de Sastrería, que ya ha pergeñado el modelo que exhibiré en mi bautismo de fuego sobre los escenarios. Me prueba una camisa blanca fruncida, unas pesadísimas enaguas y una contundente falda verde. Queda aún el delantal y el chaleco rojo, además de unos cómodos botines de estilo campesino. La transformación en borracha ha durado cinco minutos, de la mano de Pilar, Úrsula y María. Sólo resta ceñir las enaguas a la cintura con una práctica goma y recoger el bajo con imperdibles.
16.30 horas
Una cabellera acorde. Mi melena corta y rizada no encaja con el personaje borrachuzo y grotesco al que tengo que interpretar. Toca buscar peluca. Sandra, la responsable de Peluquería y Maquillaje, también me espera inquieta. «No sé si tendremos alguna que te sirva», duda. Eva, por su parte, me coloca una media en la cabeza para probarme la primera. No ajusta bien. A por otra. A la segunda acertamos. Por arte de birlibirloque me acaba de crecer hasta el codo una cabellera castaña clara con ondas. Me desvisto porque algunas prendas se usarán antes de mi escena y me recuerdan: «Ni una alhaja moderna, ¿eh?».
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17.00 horas
Equipo completo. Se percibe cierto barullo: los actores y actrices, todos muy jóvenes, ya han llegado. Con alguna que otra carrera por los pasillos, de fondo se advierten algunas gargantas que empiezan a calentar la voz. Entre extrañados y curiosos, los que se cruzan conmigo me dedican un saludo y una sonrisa. «¿Quién será esta?», parecen pensar.
Es el momento de tomar un respiro y aprovecho para charlar con algunos de los intérpretes. Víctor Díaz encarnará hoy a Javert, villano de la obra y antagonista de Jean Valjean. «Soy el 'cover'», me dice. Ante mi ignorancia, me explica que los papeles principales tienen 'cover' porque la exigencia tanto física como vocal es tremenda y es imposible que una sola persona pueda realizar todas las funciones. Ahí entran en juego los días libres o las bajas. Víctor admite que, aunque llevan meses con el musical y los papeles están más que interiorizados, sigue «habiendo nervios» y añade que «si antes de salir no hay nervios, es mejor que te olvides de esta profesión».
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Nada ni nadie puede fallar, así que hay 'covers' para los papeles principales y 'swings' para el resto. De relevancia decisiva, los 'swings' han de estar disponibles para interpretar a cualquiera de los personajes secundarios ante posibles incidencias, con lo cual, cada 'swing' controla a la perfección al menos diez papeles distintos. Mi expresión boquiabierta les causa regocijo. Santi, mi compañero en escena, asiente sonriendo. «Y las coreografías y las canciones de los diez personajes, ¿también?», pregunto. «Claro», coinciden Santi y Armando, que interpreta al malvado mesonero Thenardier.
17.20 horas
Revolución en calma. Una voz avisa por los altavoces que sólo restan diez minutos para empezar. Y comienza la revolución. Pero es una revolución pausada, cadenciosa, como a cámara lenta. El ajetreo está calculado y no hay caos, sólo rigurosa exactitud. Asisto perpleja a este zafarrancho tranquilo. Gracias al silencioso pero incesante equipo técnico, de negro como sombras para que no se adivine su presencia, lo que antes era un amasijo de cables y focos ahora se ha convertido en la Francia del siglo XIX.
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Y todos están caracterizados. En un pispás se han vestido y peinado en 'la fábrica'. Son las bambalinas del escenario, donde en dos departamentos, uno masculino y otro femenino, aguardan prominentes montañas de ropajes ordenados según el estricto ritmo que marcan las distintas escenas.
17.45 horas
Arrecian los nervios. A los quince minutos de espectáculo, me mandan llamar. Los nervios, que han hecho su sigilosa aparición horas antes, dan ahora guerra a la altura del estómago. Un nudo incontrolable sube y baja en mis entrañas mientras en una suerte de ballet coreografiado, el elenco va entrando y saliendo del escenario entre risas y bromas. El sosiego es total. Incluso veo atónita a una actriz que se sumerge en la lectura a la espera de su número. La atmósfera destila sintonía, calma y seguridad. No puede haber mayor antítesis entre ellos y yo.
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17.55 horas
Transformación instantánea. En un santiamén, las chicas de vestuario transforman con maestría al maniquí en el que me he convertido. Mientras una me ajusta las enaguas, otra me calza. No hago más que pedir disculpas y ellas se ríen, comprensivas. Me intentan tranquilizar pero es una batalla perdida. Dos minutos más tarde, veinte horquillas, una media y una peluca pueblan ya mi testuz. Ya no soy yo, ahora soy una borracha más del mesón de los Thenardier.
18.05 horas
Se me abre el telón. Una vez ataviada como mi 'alter ego', algunos actores se me acercan, me sonríen. «Estás muy guapa», suelta uno; «Te lo vas a pasar genial», exclama otro; «Tú solo diviértete», me anima la actriz que encarna a Eponine. Yo sólo sonrío, resoplo y balbuceo agradecimiento: la procesión va por dentro. Cuando verbalizo mi estado casi catatónico, Víctor y Santi bromean sobre mis pintas. Eso me relaja, un poco. Hasta que Ángel se me planta delante: «Es la hora».
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18.15 horas
¡Mucha mierda! Me conduce junto al telón Joaquín, uno de los regidores, que controlan la sincronía de todos los elementos del espectáculo («en cada función damos unas ochocientas órdenes al equipo técnico», me cuenta). «Aquí ya hablamos entre susurros», acierto a entender. «¡Mucha mierda!», creo oír a lo lejos. Carlos, mi guía hasta la mesa, aparece de la negrura, me agarra y ¡zas! nos lanzamos al escenario.
18.20 horas
Todo se ha consumado. Cinco minutos después, todo ha terminado. Como un tornado. Cinco minutos que han sido a la vez cinco segundos y cinco horas. Efímero y eterno al mismo tiempo. Acabo de salir en volandas y apenas puedo describir cómo ha ido. En una noria emocional de adrenalina y nervios, voy asumiendo lo sucedido: no he recordado ni una instrucción, no he oído la música y mejor no revivir los defectuosos movimientos de mi descompasado cuerpo. Lo único indudable es que, como me habían adelantado, he disfrutado de lo lindo.
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De repente, me veo rodeada por figurantes, las chicas de vestuario, las de maquillaje. que me preguntan, bromean, me felicitan, se ríen. Como una sonámbula, me cambio de ropa para dejar en el suelo a la 'miserable' borracha del mesón de Thenardier. Vuelvo a ser yo. Los nervios se han esfumado pero resiste una sonrisa bobalicona. Un instante más tarde, todos salen corriendo porque el espectáculo debe continuar.
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