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Salvar vidas cuesta poco: un pinchacito. Quizá no se repara mucho en ello, más que en aquellas ocasiones en que nos toca a nosotros mismos, o a algún familiar. Pero, entonces, cómo se agradece ver esa bolsa de sangre que cuelga junto a la cama ... o la mesa de operaciones de algún enfermo, que contiene el pequeño-gran acto de solidaridad que cualquiera puede tener con sus desconocidos semejantes, porque nunca se sabe a quién llega la donación, pero siempre hay alguien que la recibe y a quien ayuda, en muchos casos a vivir.
El verbo «donar» se conjuga muchas veces en 'futuro'. Dicen que una sola donación puede salvar tres vidas, porque de los 450 mililitros de cada extracción se obtienen hematíes, plasma y plaquetas, que, por separado, se destinan a diferentes fines. Así las cosas, el calceatense Pedro Sáez podría haber salvado 405 vidas, porque a lo largo de la suya ha dado su sangre en 135 ocasiones. «Nunca lo sabes, pero con haber salvado la de una persona ya es más que suficiente», contesta cuando le interpelan sobre su elevado número de donaciones, 135, cifra que se queda ahí porque el próximo 30 de marzo cumplirá 70 años y a partir de esa edad ya no se puede donar.
Su última donación tuvo lugar el pasado viernes y se precedió de algunas circunstancias que servirán, si acaso, para rellenar el anecdotario. Y es que cuando el Banco de Sangre recaló en Santo Domingo de la Calzada, el pasado 3 de febrero, y Pedro se disponía, ya en el autobús, a escribir el epílogo de su currículum como donante, un leve catarro se lo impidió: la médico lo echó para atrás. Dado que la unidad móvil no volvería a la ciudad hasta después de su 70 cumpleaños y de ningún modo quería dejar pasar la oportunidad de dar su sangre por última vez, se fue a Haro, «de donde es mi mujer», apostilla. Fue la primera vez (y la última) que dona fuera de su localidad.
Atrás queda una vida de altruismo, del sencillo gesto de poner el brazo, y de 45 años pensando en los demás. La primera vez que Pedro donó sangre fue, casualmente, el mismo día que cumplió 25 años, el 30 de marzo del año 1978. «Llevaba ya tiempo queriendo hacerlo pero entonces solo venían dos veces al año, yo salía de trabajar tarde y tampoco se le daba la publicidad que se le da ahora, por lo que muchas veces me enteraba tarde», recuerda.
«En aquella época, sangraba mucho de la nariz y alguien me comentó que podría venirme bien ser donante. Así fue», relata. Y es que donar sangre ayuda a los demás y a uno mismo: mejora el flujo sanguíneo, equilibra los niveles de hierro, reduce el riesgo de infartos y proporciona información sobre nuestra salud, entre otros muchos beneficios.
Nunca ha tenido ningún problema en una donación. «Al principio, alguna vez me ponía blanco, pero no me mareaba», recuerda. Lo ha hecho siempre que ha podido y, salvo en alguna contada ocasión, como la penúltima vez que se subió al autobús o por tomar alguna pastilla, no ha sido rechazado. Últimamente no ha donado las cuatro veces al año, porque le recomendaron que las espaciara. Y ahora que él no puede, anima a otros a dar su sangre. «No tienes que hacer nada», dice. Solo poner el brazo y salvar vidas. Así de fácil.
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