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Emilio Berrozpe y Blanca Martínez se conocían desde niños. Los juegos en El Espolón les unieron y la calle Portales fue testigo de sus inicios. «Paseaban, calle arriba y calle abajo, ella con sus amigas y él con sus amigos, para cruzarse y verse», rememora su hija María. Fue ese el modo de comenzar una relación que fue creciendo hasta que el 12 de octubre de 1954 se celebró la boda. Un 'sí, quiero' que volvió a repetirse este sábado, justo setenta años más tarde, en el mismo enclave: la ermita de la Virgen del Valle de Cenicero.
Ambos eran muy jóvenes cuando se produjeron esos primeros encuentros furtivos. Catorce años contemplaban a Blanca y 16 a Emilio. «Los dos se metían en La Redonda para pedir a la virgen que les dejara estar juntos porque las hermanas de mi madre se enfadaban y le castigaban si le veían con él», expone su hija. Unas plegarias que dieron sus frutos, puesto que años más tarde esa unión terminó en un matrimonio que ha reflejado a la perfección aquello de 'para toda la vida'.
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Veintidós años tenía Emilio en el momento del casamiento. A Blanca le contemplaban 21. Ella estaba «muy nerviosa» y ambos tuvieron que esperar, cada uno en su coche, en la montaña de Fuenmayor a que pasaran los invitados, puesto que el padre de él les había hecho salir hacia la ermita «demasiado pronto». El sacerdote no era desconocido, el primo Eliseo, y el alcalde no dudó en cantar para la ocasión. Todo el pueblo salió a verlos pasar. «Dicen que a mi abuela Justa, madre de él, le quería todo Cenicero y de ahí que aquella mañana la iglesia estuviera abarrotada», relata María.
Tras la boda llegó el viaje de novios, que les llevó a Madrid, Barcelona y Valencia. Unas semanas que se convirtieron en el anticipo de otro viaje más largo, el de los setenta años de casados que este sábado se conmemoraron con una ceremonia en la que repitieron los contrayentes, el escenario e incluso un invitado: Javier, sobrino de la pareja. En 1954 tenía solo un año y es el único, además de los protagonistas principales, que ha estado presente en ambos eventos.
A la cita acudieron 36 personas, algunos llegados desde Pamplona y otros desde mucho más lejos. No en vano, su hija María vive en Zürich (Suiza) con su marido e hijos. Porque el amor de Emilio, ese hombre ligado a la construcción, y Blanca, esa ama de casa que se ha encargado del cuidado de sus suegros y padres, ha dado sus frutos. Una familia formada, además de por ellos y su hija, por su yerno, Ancus Röhr, tres nietos (Víctor, Óscar y Marcus), ocho sobrinos y quince sobrinos-nietos.
«Amorosos, íntegros, orgullosos de su familia, por la cual viven y por la cual dan, y siempre han dado, todo». Así define María a sus padres, quienes han tenido en el nacimiento de sus nietos sus momentos más felices de este recorrido. «Toda la vida ha sido feliz, a pesar de altibajos», cita su descendiente antes de reseñar sus épocas en Alfaro y Arnedo como «especialmente» satisfactorias. «Eran muy jóvenes y recuerdan con cariño cómo con un refresco y unas aceitunas eran felices en casa porque no tenían suficiente dinero para salir por ahí», relata su hija.
Setenta años juntos y una duda por resolver: ¿cuál es el secreto de una relación tan duradera? «Ser yo muy buena persona», señala Emilio entre risas. «El amor y el respeto», añade Blanca. Su hija, por último, lo tiene claro. «Creo que ha habido una coordinación perfecta de roles entre ellos, en la cual ella, como la gran mayoría de mujeres de su generación, ha sacrificado su propia independencia por ejercer de cuidadora de la familia y sostener la carrera profesional de él desde la estabilidad que otorgaba al hogar», apunta. «Por suerte, él nunca abusó de su rol masculino, como sí hicieron y hacen muchos hombres, y ambos siempre se cuidaron el uno al otro, y estuvieron el uno para el otro, presentes, unidos, en las buenas y en las malas, como un solo ser», concluye. Así se consigue un segundo 'sí, quiero' setenta años después del primero.
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