Antonio Blanco, cicerone en Avellaneda.

Los fantasmas de Avellaneda

Un paseo por la aldea deshabitada de San Román, en el corazón del Camero Viejo

Pío García

Jueves, 1 de mayo 2014, 10:42

Hace unos días, el fotógrafo Justo Rodríguez y quien esto firma estuvimos en el programa de TVR Dime con quien andas. Íbamos a presentar la serie de La Rioja de cabo y a rabo, de la que ya llevamos 30 capítulos, ... y a comentar algunas aventuras que nos han ido sucediendo por ahí. En un momento dado, el conductor del espacio, Ángel Andrés, nos preguntó qué lugar nos había fascinado o sorprendido más. Yo me lo tomé con más calma (siempre me cuesta tomar este tipo de decisiones), pero Justo se lanzó inmediatamente: Avellaneda, dijo.

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Avellaneda. No habíamos oído hablar de este lugar hasta el 29 de marzo de 2014, cuando fuimos a visitar Vadillos de Cameros, pedanía de San Román. Allá nos encontramos con Antonio Blanco, que en seguida nos propuso conocer Avellaneda. Yo me críe allí y es el lugar más bonito del mundo. Si pudiera (y hubiera agua y electricidad) me subía a vivir allí. La tarde estaba cayendo, pero aún quedaba una hora larga de sol y decidimos seguir su consejo.

Para llegar a Avellaneda, hay que coger una antigua carretera que sale de Vadillos y se mete como un puñal en el monte. Ya no queda casi asfalto y hay que conducir despacito, pero todavía se puede llegar sano y salvo, sin dejarse los bajos del coche en el intento. Primero se pasa por un paraje al que llaman La Aguzadera, con unas pozas en las que la gente se baña (en verano) y en donde aparecieron los restos fósiles de un cocodrilo. Luego se sigue avanzando y, cuando ya han recorrido cinco o seis kilómetros, aparece Avellaneda.

Solo hay silencio, ruinas y matas. A veces es difícil callejear por el antiguo pueblo, asaltado de maleza. Aunque apenas quedan en pie los muros de piedra, Antonio, que vivió allá hasta los 6 años, va señalando la casa de su abuelo o la Maximino o la de Valentina, la última que murió.

El paisaje es sobrecogedor. Bosques de pinares y hayas cubren los montes vecinos y no se ve un alma en kilómetros. Todavía hay restos de nieve. Detrás de esos picos están Zarzosa y Munilla, informa Antonio. Sopla un viento helado sobre este promontorio. Pasear por un pueblo deshabitado es un ejercicio de paz y de melancolía. Impresiona imaginarlo lleno de vida, con sus habitantes hablando, trabajando, criando niños, riéndose o peleándose; sus fantasmas parecen flotar aún entre las casas desbaratadas y los espinos.

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(*) Este fin de semana, sigue en el periódico la serie La Rioja de cabo a rabo. El sábado 3, visitamos Torrecilla y Nestares. El domingo 27 dejamos los Cameros y paseamos por Viguera y Sorzano.

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