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mauricio-josé schwarz
Sábado, 19 de noviembre 2022, 00:26
Mucho antes de que Carl Benz desarrollara el primer motor de gasolina, que puso a funcionar el 31 de diciembre de 1879, ya se desplazaban por las calles de algunas ciudades los primeros coches eléctricos… los pioneros que ahora vuelven para reemplazar al motor a explosión que marcó al siglo XX.
Fue el inventor y monje húngaro Ányos Jedlik quien desarrolló el primer motor eléctrico funcional alrededor de 1828, que probó en un pequeño modelo. Por entonces, el herrero estadounidense Thomas Davenport probaba su propio auto eléctrico sobre raíles electrificados. Pero fue el escocés Robert Anderson quien, en la década de 1830, desarrolló un prototipo de automóvil eléctrico viable.
Aunque también había autos de vapor, era claro que la electricidad ofrecía muchas ventajas si se conseguía superar el obstáculo de las baterías, caras, pesadas, incómodas y no recargables. El auto eléctrico funcional se hizo posible en 1859, cuando el francés Gaston Planté creó las primeras baterías recargables de plomo-ácido, perfeccionadas luego por Camille Faure. En 1881, su compatriota Gustave Trouvé desarrolló un triciclo eléctrico y el inventor alemán Andreas Flocken creó, en 1888, un auto eléctrico capaz de alcanzar los 15 km/h.
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Para el cambio de siglo, en el año 1900, aproximadamente una tercera parte de los vehículos automotores que circulaban en los Estados Unidos eran eléctricos, pero seguían teniendo limitaciones: la duración de la batería marcaba una autonomía máxima que sólo los hacía viables en ciudad; su potencia y velocidad eran menores que los de los coches de motor de gasolina, que se desarrolló rápidamente, y empezaron a ser vistos como autos para mujeres. Esto lo ejemplifica el hecho de que Henry Ford, el gran promotor del automóvil y que llenó las carreteras con su modelo T, barato y hecho en serie, compró para su mujer Clara un automóvil Detroit Electric.
Un elemento clave para que el coche de gasolina hiciera a un lado a los eléctricos fue el descubrimiento de reservas petroleras abundantísimas, que hacía que alimentar a los ruidosos autos a explosión fuera enormemente barato. Claro que el motor era mucho más complicado, y dependía de una serie de poleas y engranes y multitud de dispositivos como los carburadores, las bujías, los filtros (de aire, de aceite, de combustible), de grasa en grandes cantidades, de materiales y sistemas de enfriamiento… y el coche eléctrico prescindía de todo esto con su sencillo motor. Personajes como Ferdinand Porsche, legendario diseñador de autos, y el inventor Thomas Edison creyeron en el eléctrico. Pero al final ganaron las consideraciones económicas. El modelo T se vendía en 650 dólares y el vehículo eléctrico más barato tenía un precio de 1.750 dólares. Los coches eléctricos salieron de las calles y quedaron en el espacio de la especulación, la experimentación y los prototipos durante casi todo el siglo XX.
Una de las ventajas de los vehículos particulares con motor, y que fue uno de sus impulsores más importantes, fueron las consideraciones ambientales. Concretamente, los desechos de los caballos. Que lo que produjera un caballo al día, unos 10 kilos de estiércol y un litro de orina al día fuera incómodo es claro, sin contar el ruido de cuatro herraduras y de las ruedas de carruajes recubiertas de hierro. Pero cuando se trataba de los 300.000 caballos que trabajaban en las calles de Londres en la década de 1890 y los 150.000 más que recorrían las calles de Nueva York, lo que dejaban era un problema de limpieza, de higiene, de salud, de olores intolerables y de ruidos que ahogaban a los habitabntes. Los coches, incluso los de gasolina, con sus ruidos y sus humos, eran mucho mejores, y fueron la salvación para las grandes ciudades del mar de lodos orgánicos y escándalo que las ahogaba.
Pasarían décadas para que se reconociera que la solución que había planteado el automóvi de gasolina y sus tecnologías en constante desarrollo había creado nuevos problemas. La contaminación ambiental, con las masas de aire sucio flotando ominosas sobre las ciudades, fue identificada como un peligro para la salud, con poblaciones que respiraban a diario cancerígenos como los óxidos de nitrógeno, el monóxido de carbono y el dióxido de azufre. Y después, la constatación del cambio climático debido, al menos en buena parte, a la emisión de gases de invernadero a la atmósfera por la quema de combustibles fósiles, creó nuevas presiones, considerando que los vehículos automotores producen aproximadamente el 17% de las emisiones de dióxido de carbono, el principal culpable de la crisis del clima.
La presión social, la misma que había puesto a los caballos en cuestión, empezó a exigir una solución al problema de la quema de gasolina. A fines del siglo XX y principios del XXI era el momento nuevamente de los coches eléctricos. En 1995, la industria automotriz empezaba a despertar: los controles informatizados permitían ahora una gestión eficiente de la energía eléctrica sin las pérdidas asociadas a los dispositivos electromagnéticos, como los relés y condensadores; y nuevas baterías como las de iones de litio o de hidruro metálico de níquel, de más larga vida útil, reciclables y recargables.
Estos dos elementos, junto con avances en los motores de corriente alterna que impulsan el coche, permitieron que los fabricantes empezaran a ofrecer automóviles eléctricos e híbridos (que tienen tanto motor eléctrico como de gasolina). A partir de 1997 en Japón y en todo el mundo a partir del año 2000, los automóviles eléctricos empezaron a hacerse una realidad para los consumidores de todo el mundo, sobre todo cuando empresas y países empezaron a tomarse en serio la necesidad de tener accesibles puntos de recarga de baterías.
Quedarse sin gasolina se podía reparar con una caminata a la gasolinera con un bidón de 10 litros. En el caso de los vehículos eléctricos, la solución pasa por una grúa. Los mecanismos informáticos de los vehículos eléctricos tienen por ello programadas diversas alertas y un modo a prueba de fallas para advertir al conductor de que la batería se está agotando y darle suficiente energía para apartarse del camino. Aun así, la carga de las baterías, con tiempos que van de 1 a 6 horas, sigue siendo un problema que la tecnología lucha por resolver con nuevos diseños.
La idea de alquilar autos eléctricos por horas en lugar de comprarlos está convirtiéndose en una opción real sobre todo en Europa, donde multitud de empresas ofrecen coches compartidos, en un mercado que en 2022 se espera que tenga un valor de más de 4.000 millones de euros.
La confluencia de la percepción social y la tecnología, eso sí, ha emprendido la irreversible cuenta atrás para despedir al automóvil de gasolina.
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