Javier Cacho
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Javier Cacho
Tras terminar la entrevista, a una le dan ganas de hacer el petate y largarse a la Antártida: Javier Cacho transmite tal entusiasmo por aquellas tierras que no es extraño que la Sociedad Geográfica Española le haya concedido el Premio de Comunicación, galardón que dedicó « ... a todos los familiares que se quedan aquí para dejar que nosotros vivamos la aventura». Volcado en su labor divulgativa tras jubilarse como investigador, ha escrito varios libros sobre la exploración polar. Por si fuera poco, es el primer español en tener una isla con su nombre en la Antártida, Isla Cacho. Ahí es nada.
–Si no se toma el vermú no será por falta de hielo, ¿no?
–¡Sin lugar a dudas! [risas]. No me lo tomo porque me da dolor de cabeza, pero otras cosas sí. El hielo de glaciar es un sibaritismo, no es igual que el hielo de la nevera. Está lleno de burbujitas del aire que se quedó atrapado cuando nevó, y volvió a nevar encima, y encima, y encima. Los científicos las estudian porque pueden datar el hielo a través de esas burbujas, y retroceder 20.000 o 40.000 mil años. Además, al echar ese hielo en un líquido, burbujea. Y ese sonido no se olvida nunca.
–¿Qué tiene la Antártida para que se haya enamorado de ella?
–Vuelvo siempre que puedo, porque tengo mono. Hay dos tipos de personas: los antárticos y los no antárticos. Los primeros son los que llegan y se enamoran en el minuto uno, los segundos son los que se quieren ir. Un compañero, nada más llegar, me dijo «Javier, yo me quiero ir». Y se fue. No pudo aguantar la dureza del entorno ni la tremenda sensación de aislamiento, aunque ahora puedas hablar por WhatsApp. Es un lugar peligroso y, como te pase algo, ¡a ver qué ocurre! O si le pasa algo a la familia. Cuando hablábamos mi mujer y yo, siempre nos engañábamos diciéndonos que todo estaba bien. Si hubiera sucedido algo no nos lo habríamos dicho.
–¿Su mujer era consciente de dónde se metía al casarse con usted?
–Los dos trabajábamos en el mismo equipo de investigación, así que ella también vivía esas aventuras. Siempre hemos sido muy viajeros, muy curiosos, pero a la Antártida fui solo. Inmediatamente, ella asumió que era mi pasión, y me dejó rienda suelta. Se quedaba sola en casa, haciendo de padre y de madre mientras pensaba ¿qué le pasará a este locatis? Aunque yo, como jefe de la base antártica española, siempre he tratado de que fuésemos prudentes, claro.
–¿Y su hija? ¿Le ha perdonado ya sus largas ausencias?
–Sí, creo que sí. Mi primer viaje lo hice cuando ella tenía un año y un mes. Mi hija odiaba la Antártida, porque era algo que absorbía a su padre. Por eso escribí 'Las aventuras de Piti en la Antártida' cuando tenía 9 años, y utilicé como protagonista a un cachorro de husky siberiano para que ella viese la Antártida a través de sus ojos. Pero también se sufre mucho al dejar a los hijos pequeños, ¿eh? Cuando vuelves cuatro meses después han cambiado muchísimo, y eres consciente de lo que te has perdido.
–Usted fue uno de los primeros científicos en investigar el agujero de la capa de ozono, problema que se ha ido solucionando. Desafortunadamente, no ocurre lo mismo con otros desastres medioambientales.
–Aquella situación terrible fue relativamente sencilla de solucionar, porque cambiamos rápidamente de mentalidad y porque afectó a una sola industria, por lo que se pudieron encontrar alternativas. En otros temas, en cambio, resulta más complicado. Además, hay muchísimo egoísmo por nuestra parte. Aunque te guste, no puedes comer melón en Navidad, porque ese melón viene en avión de Perú, ni tampoco consumir ropa masivamente: llevo la misma chaqueta verde desde hace tiempo, y la tiraré cuando se caiga a pedazos. Tenemos que cambiar nosotros por dentro, y eso es muy difícil. Pero la naturaleza nos va a dar una colleja y nos va a obligar a hacerlo.
–Encerrarse en una base en la Antártida durante meses con un grupo de desconocidos tiene que ser peor que 'Gran Hermano'.
–Sí, la convivencia es muy complicada. En la vida normal, terminas de trabajar y te vas a casa, pero allí no. Eso cansa mucho, y surgen conflictos. La misión del jefe de base es estar pendiente, limar asperezas, apoyar al que lo está pasando mal. Pero, en caso de necesidad, todos vamos a ayudar al otro. Y si alguien tiene un auténtico problema, arriesgas tu vida por él.
–¿Ha visitado ya Isla Cacho?
–No. Quizás el año que viene. Quizás, quizás, quizás [canta]. Pero la vida viene como viene, y no me esperaba nunca que mi nombre quedara en un pedacito de la Antártida. Si no puedo pisarla, pues ya está.
–¿Usted a quién le pondría una isla?
–En el caso de España, a Eduardo Martínez de Pisón. Es una bellísima persona, siempre dispuesto a ayudar, y que ha hecho grandes logros por la geografía.
–Dígame que, en vacaciones, se va a algún lugar cálido.
–Pues no. Llevo siete u ocho años yéndome a Groenlandia los veranos. Pero tranquila, que voy en agosto y a una zona en la que no estamos bajo cero ni pisando hielo. Y no me canso de ir.
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