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«Hay muchas cosas que pueden salir mal», advertía Elon Musk horas antes de la primera prueba de vuelo del Starship, el cohete más grande y potente jamás creado. Aquella primera tentativa se fue al traste cuando tan solo quedaban cuarenta segundos para que ... terminara la cuenta atrás. La causa, una válvula de presurización que se había congelado. Tres días después, el gigantesco cohete sí logró elevarse, pero explotó a los cuatro minutos. Un error cuando debían desacoplarse las dos partes que lo forman hizo que se desviara y que se activara un sistema de autodestrucción para evitar que caiga en zonas pobladas. De hecho, hasta en nueve ocasiones estalló la Starship -la nave propiamente dicha, donde van los tripulantes y la carga; por extensión da nombre a todo el cohete- hasta que se consiguió que aterrizara correctamente. Este, el del aterrizaje, es uno de los momentos más críticos de los viajes espaciales. Entre otros muchos problemas, cuando una nave desciende sobre Marte o la Luna, el chorro de los propulsores hace que salten gran cantidad de regolitos -fragmentos de roca, minerales y otros materiales de la superficie-, lo que puede crear un peligroso 'efecto apagón' limitando la visibilidad e incluso causando daños en la propia nave espacial.
Para reducir estos riesgos, un equipo internacional de investigadores de la Universidad Nacional de Chungnam (Corea del Sur), de la Universidad de Edimburgo y del Instituto de Ciencia y Tecnología de la Información de Corea han desarrollado un modelo que reproduce el momento en que la nave se acerca a la superficie. «Entender la interacción entre el chorro de los propulsores y la superficie es importante para el éxito de las misión espaciales en lo relativo a la contaminación y erosión, la precisión del aterrizaje y el diseño de ingeniería», explica uno de los autores del estudio, que se ha publicado en la revista Physics of Fluids.
Para ello, han cogido datos de los propulsores, la composición y topografía del lugar donde se va a aterrizar, así como de sus condiciones atmosféricas y gravitacionales. Considerando la interacción del gas con los regolitos como un sistema de ecuaciones, la simulación hace una estimación de la forma y tamaño del chorro de los motores, la temperatura y presión de aquel y de la superficie, y de la cantidad de material desprendida o desplazada. «Nuestra herramienta predice la trayectoria de las partículas para evitar daños en la nave y también analiza cómo puede ser el aterrizaje en los lugares previamente designados», explican. Lo más destacado de los datos obtenidos es que los pequeños regolitos alcanzaron una altura notable y causaron un 'efecto apagón' tanto durante el ascenso como el descenso reduciendo enormemente la visibilidad.
El aterrizaje es una operación de gran complejidad. Antes de la mencionada nube de regolitos hay que afrontar otros muchos problemas. En el caso de un amartizaje, por ejemplo, el primero sería el de la ventana de aproximación, es decir, el momento en que la Tierra y Marte están más cerca. Esto se produce cada 26 meses. En estas condiciones, el viaje dura aproximadamente medio año. La entrada en el planeta suele hacerse a gran velocidad -más de 20.000 kilómetros por hora-, con lo que el ángulo de entrada tiene que ser calculado con una precisión milimétrica. Si la inclinación es excesiva, la nave podría sobrecalentarse y desintegrarse; si es insuficiente, «podría 'rebotar' en la atmósfera y perderse en el espacio», según describe en un artículo al respecto la Agencia Espacial Europea.
Durante los seis o siete minutos que dura la maniobra, que puede verse modificada por la densidad atmosférica, turbulencias y la velocidad del viento, la nave tiene que soportar temperaturas extremas de hasta 3.000 grados por la fricción con la atmósfera marciana. El papel aquí de los escudos térmicos que las recubren es capital para resistir esas condiciones. Cuando está aproximadamente a diez kilómetros de la superficie, el aparato frena bruscamente hasta unos 1.700 km/h y despliega su paracaídas supersónico. Los aparatos para medir la actitud indicarán el momento en el que los propulsores tienen que reducir al mínimo la velocidad. Dependiendo del módulo de aterrizaje con que cuente, los retrocohetes pueden estar encendidos hasta el aterrizaje mismo, apagarse poco antes para una pequeña caída libre o incorporar incluso unas bolsas de aire que se inflan para proteger a la nave en el momento del impacto.
«Los resultados obtenidos pueden servir para desarrollar tecnologías de aterrizaje más eficaces y eficientes», concluyen los autores de la investigación. El siguiente paso será incluir en la herramienta más datos como las reacciones químicas y el choque entre las partículas sólidas. Todo, con el objetivo de hacer más seguros los aterrizajes de las naves espaciales.
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