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Raquel C. Pico
Viernes, 19 de enero 2024, 06:55
Fue en las primeras semanas de 1992. Un carguero —las investigaciones posteriores lo identificaron como el Ever Laurel— viajaba cerca de las Aleutianas, en el Pacífico. Hacía mal tiempo y, por eso, perdió antes de llegar a su puerto de destino seis contenedores que viajaban ... en cubierta. De uno de ellos salieron patitos de goma, que han estado desde entonces recorriendo los mares.
Los primeros patitos de goma —del tamaño de los juguetes de baño, puesto que eso es exactamente lo que son— llegaron meses después a las costas de Alaska. Se convirtieron en material para un artículo dominical de la prensa local y así comenzó su fortuna mediática, como cuenta en 'Moby Duck' (Aguilar), Donovan Hohn. La historia de los patitos amarillos que vagan por los océanos y llegan de vez en cuando a las playas es una de esas favoritas de la prensa, los libros de curiosidades y hasta los cuentos infantiles. Lo cierto es que casi se ha convertido en una leyenda por sí misma, aunque todo lo que de real tienen sus aventuras cuenta mucho sobre los flujos del transporte marítimo, la resistencia del plástico al paso del tiempo y las pérdidas de los barcos de carga.
Según las estadísticas del World Shipping Council, la industria de los cargueros transporta dos tercios del valor de todas las mercancías que se mueven cada año en el mar. Son 4 billones (españoles, trillones anglosajones) de valor de bienes. Los contenedores llevan toda clase de bienes de un puerto a otro: desde las zapatillas deportivas de moda hasta los pélets que sirven para hacer toda clase de plásticos viajan de este modo de su punto de origen a su destino. Son muchos viajes y muchos materiales, tanto que pensar que son ajenos a las pérdidas sería demasiado optimista.
En el último informe anual sobre cuántos contenedores se pierden al año en el mar —publicado en mayo del año pasado y basado en datos de 2002—, la World Shipping Council habla de 661 contenedores, que son una cantidad muy reducida —como apuntan en el comunicado de presentación de los datos— de los de 250 millones de contenedores que circulan por los mares al año. De media, entre 2008 y 2022, se perdieron unos 1.566 contenedores por año.
Por ello, las cifras del último año son «noticias positivas», pero tampoco hay que quedarse solo en eso. «Cada contenedor perdido en el mar será siempre demasiado y continuaremos con nuestros esfuerzos para hacer del mar un lugar más seguro para trabajar, y para proteger el medioambiente y la carga para reducir el número de contenedores perdidos en el océano», aseguraba entonces John Butler, presidente y CEO del organismo.
Para la industria, el problema es económico, obviamente; pero también lo es medioambiental. El caso reciente de la llegada de los pélets a las costas gallegas así lo demuestra: cada pérdida de los cargueros se convierte en uno más de los muchos elementos que navegan por las aguas marinas. Y eso, en unos mares que están ya sepultados en plásticos y basura, se convierte en una pieza más de una catástrofe medioambiental.
Los patitos son un ejemplo perfecto de esto. Son entrañables y divertidos, lo que ha hecho que su historia sobresalga sobre las de pérdidas marítimas. Como apunta en su libro Hohn, los 'derivólogos' —la comunidad de personas que se encarga la caza de tesoros de las cosas que traen las mareas— recolectan muchas más cosas que estos juguetes. Por ejemplo, por los mares también han navegado zapatillas Nike, perdidas cuando una remesa que viajaba en un barco de carga se precipitó a las aguas del océano, como escribe Hohn. Los patitos de goma son, en realidad, una parte de un juego más completo. Cuando aún viajaban en la cubierta del barco eran un pack compuesto por un castor, una rana, una tortuga y un pato, todos de diferentes colores, de juguetes que flotan en el baño. Los patitos no solo han tenido mejor prensa: es que, a pesar de que están descoloridos, han conseguido vivir más y más años en las aguas del mar.
Aun así, no son los únicos juguetes emblemáticos que han llegado a tierra. Las cuentas en redes sociales de Lego Lost At Sea siguen los avistamientos de los juguetes Lego que se perdieron en 1997 cuando el carguero Tokio Express perdió algo más de medio centenar de contenedores en una tormenta. En ellos, iban kits de juego de la popular marca. Primero llegaron a las costas de Cornualles y luego lo han ido haciendo a más puntos del Atlántico, como muestran las fotografías que publica en 'social media' Tracey Williams, una cazadora de tesoros playeros. De la experiencia de casi 30 años rescatando piezas de Lego de los mares han salido ya un libro, escrito por Williams, y una investigación científica.
Los investigadores de la Universidad de Plymouth se preguntaron cuánto tiempo tardarían esos Legos a la deriva en desaparecer de los ecosistemas marinos. La respuesta es abrumadora y dice mucho sobre todo el plástico que vive en las aguas. Según sus conclusiones, presentadas hace un par de años, podrían soportar las condiciones del mar entre 100 y 1.300 años. «Las piezas que testeamos se habían desgastado y descolorido», indicaba entonces Andrew Turner, profesores de ciencias medioambientales y el científico que lideró el estudio. Pero Turner también sumaba un dato inquietante: «algunas de las estructuras se habían fracturado y fragmentado, sugiriendo que además de las piezas que se mantienen intactas podrían también romperse en microplásticos».
La larga vida del plástico —y la extensa trayectoria de estos desechos marinos— se ve también en uno de los misterios que durante años ha marcado las costas bretonas: ¿de dónde venían los teléfonos de Garfield que de cuando en cuando llegaban a sus playas?
Durante décadas, en las playas del Finisterre francés han ido apareciendo estos teléfonos, que más allá de la curiosidad se veían como un símbolo de la contaminación. Décadas después de su fabricación, los teléfonos llegaban casi como el primer día. Todavía no se sabe de qué barco carguero cayeron, pero sí se ha localizado qué pasó después de que se fuesen por la borda y por qué siguen llegando a esa zona. El vertido —como confirmó una investigación de la televisión francesa y de la asociación Ar Viltansoù— fue a parar a una cueva de difícil acceso en la costa. Desde allí siguen saliendo teléfonos del contenedor perdido que continuarán llegando a las playas gracias a las subidas y bajadas de las mareas.
Estos desechos se convierten, por su propia naturaleza, en una vía muy visible y llamativa de llamar la atención sobre lo que ocurre con el plástico. Hay quien los convierte en objetos de colección, como los derivólogos que visitan las playas; quienes hacen arte con ellos y denuncia, como la artista María Arceo; y quienes los usan para entender un poco mejor qué ocurre con todo lo que acaba en las aguas marinas.
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