En las páginas que siguen y que el pretendido lector –confío– se dispone a explorar, encontrará una gavilla de historias exclusivas, únicas, personales... de gente de la que, seguramente, jamás oyó hablar y jamás volverá a hacerlo. Historias privadas que, sin embargo, crecen a universales porque en ellas pueden reconocerse millares de individuos. Son historias con rostro. O mejor, son rostros con historia. La historia milenaria del campo riojano escrita en los rostros de quienes hoy le dan vida y le prestan su aliento a cambio de sustento. No demasiado generoso en tantos casos, dicho sea de paso.

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Rostros asoleados, aireados, resecados por el frío, mil veces empapados por la lluvia y otras mil por el sudor; rostros, unos, surcados por arrugas de respeto, profundas, añosas, perennes; rostros, otros, iluminados de ilusión y de esperanzas; rostros, también, animados por sueños recién nacidos; rostros, todos, francos y nobles.

Rostros con vida, en fin, como el de Isabel Capellán, que de oficinista mudó a viticultora que era, al fin y al cabo, lo que le gustaba. O como el de José María Muntión, que cuida ovejas con cayado desde que tienen uso de razón y por no quejarse ni se queja de lo que le deja esa labor en su cuenta corriente. Rostros de sonrisa perpetua, como el de Damián Sáenz, que se niega a darle chance a la jubilación. Rostros juveniles, como los del Itu Ruiz y Álvaro Blanco, que son garantía de continuidad en las viñas, uno, y con las vacas, como su abuelo, el otro. Y el rostro de César García, cocinero antes que labrador; y el del Manuel Palacios, que de la agricultura ha hecho su sacerdocio. Los rostros con historia de Julia Escalada y de Jesús del Pozo, de Jorge Llorente, de Adelfa Gómez, de David Laguna y de Pilar Martínez. Los de Ana y David Lafuente; el rostro curtido de Raúl Martínez, que jubilado sigue pensando en clave de labrador; y el de Arturo García, cuya pesadilla sería estar ocho horas en una oficina...

Rostros nada anónimos, rostros con nombre que dan nombre a esta tierra, La Rioja, que es tierra tatuada con los nombres de los infinitos agricultores y ganaderos que desde que el hombre empezó a cultivar la tierra y a criar animales han ocupado sus valles y sus montañas.

Rostros, también, como los de Poli y Mariángel y los de Octavio, Boni y Pablo que ilustran estas líneas en una instantánea tomada en las eras de Tricio cuando aventaban el grano porque tocaba y porque ese día había forasteros (las dos jóvenes a la derecha de la imagen). Son los rostros, todos, del campo riojano.

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