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PÍO GARCÍA
Lunes, 26 de diciembre 2011, 21:20
Yolanda Puig observa una fotografía de su hermana Mónica, tomada hace casi diez años. Es una chica joven, con el pelo suelto y rojizo. Tiene la mirada soñadora, quizá algo triste. Viste una blusa blanca y holgada. Lleva una pulsera naranja. No sonríe. Parece concentrada y se acaricia la barbilla con las uñas, como si estuviera decidiendo algo importante o examinando algún problema. Yolanda vuelve a mirar a su hermana, da una calada a su cigarrillo y suspira: «Esto no se supera nunca. Es algo que siempre está ahí».
Lo que Yolanda Puig jamás podrá superar sucedió el 2 de febrero del 2003, en Logroño. Su hermana Mónica, harta de los desprecios continuos y de los malos tratos reiterados de su esposo, Miguel Alfonso Jiménez, había cogido a su hija Carla, que entonces tenía 17 meses, y se había refugiado en casa de sus padres. Estaban a punto de divorciarse y el fiscal ya había dictado alguna medida de alejamiento contra él. Pero aquel día Miguel, un tipo agresivo y celoso, decidió ir a casa de sus suegros y resolvió esconderse en el pasillo hasta encontrar un momento propicio. Cuando la madre de Mónica salió a llevar unas bolsas al trastero y dejó la puerta abierta, Miguel Alfonso Jiménez entró en el domicilio, encontró a su mujer y le clavó ocho puñaladas. Mónica Puig no murió en el acto, pero falleció pocas horas después, sobre la mesa de operaciones del hospital.
«Era una chica superdulce, cariñosísima. Más bien tímida y muy trabajadora». Yolanda Puig define con una sonrisa nostálgica a su hermana Mónica, una joven deportista, a la que le gustaba mucho ir a nadar y dar largos paseos por el monte. Cuando murió, solo tenía 31 años. «Uno puede asumir una muerte por enfermedad o por accidente... Todos vamos a morir. Pero esto es imposible. Mi hermana no se ha muerto, a mi hermana la mataron», zanja Yolanda.
«Hasta el último día»
La Audiencia Provincial de Logroño condenó al homicida, Miguel Alfonso Jiménez, a cumplir 30 años de cárcel por los delitos de asesinato, malos tratos continuados, allanamiento de morada, amenazas y lesiones. Ya lleva ocho entre rejas. «Sí. Pero él está vivo. Se pasea, habla, fuma, duerme, come. Está vivo. Y mi hermana no. ¿De qué me sirve que le metan 30 años si de aquí a cuatro días va a estar otra vez en la calle? Que cumpla hasta el último día. Si no, matar a una persona saldría demasiado barato», se queja Yolanda. El juez también obligó al homicida a pagar cuantiosas indemnizaciones (150.000 euros a su hija y 80.000 a sus suegros), pero esas medidas son, en la mayoría de los casos, puros brindis al sol: «Eso nunca se paga. Él trabaja en la cárcel y algo cobrará, pero no vemos un duro. Eso no sirve de nada».
Han pasado ocho años, aunque la familia de Mónica Puig sigue con aquella maldita fecha clavada en su corazón. El tiempo quizá mitigue algo el dolor, pero no puede borrar la huella de una ausencia injustificada. De aquellos tormentosos días de febrero, Yolanda recuerda con especial aflicción las horas que siguieron al apuñalamiento: el entierro de Mónica, en el pueblecito de Anguciana, cerca de Haro, y todos esos espantosos trámites previos: «Lo más duro fue elegir el ataúd, reconocer el cadáver... En comparación, el juicio fue más llevadero». «Todo fue horroroso», resuelve su hermana Carolina.
¿Y la hija? Carla vive con sus abuelos maternos, va al colegio, ve a sus abuelos paternos y visita con regularidad al psicólogo. Cuando todo sucedió apenas tenía 17 meses, pero posee algún recuerdo indefinido y doloroso, una especie de oscura memoria confinada en algún recóndito pliegue del alma. «¡A ver cómo le explicas tú todo esto a una niña!», exclama su tía Yolanda. «Y hagas lo que hagas, siempre notará la ausencia de su madre. Eso es inevitable».
Sobre la mesa del saloncito, mientras Yolanda habla, quedan mudas, revueltas y falsamente alegres las viejas fotografías de Mónica Puig. Una joven tímida, pacífica y cariñosa, que amaba la natación y los paseos por el monte y que murió acuchillada por su marido a los 31 años. Sucedió el 2 de febrero del 2003. Pero eso no se supera nunca.
603 víctimas, mujeres con nombre, apellido y familia
Desde que en el 2003 se iniciaron los estudios estadísticos sobre la violencia doméstica, 603 mujeres han muerto en España, víctimas de los arrebatos machistas de sus maridos, novios o compañeros sentimentales. Pese a las medidas legales y a la creciente conciencia social, el goteo no se detiene y sigue sumando nombres a una lista infame: Lucía, Fátima, Ivana, Ana María, Carmen... Todas ellas no deben tratarse como si fueran simples nombres o meros apuntes estadísticos: eran personas, con sus sueños, sus quehaceres, sus virtudes y sus flaquezas. Durante nueve entregas (una por año), queremos descubrir cómo las familias de las víctimas han vivido y viven ese desgarro profundamente injusto, esa ausencia imposible de llenar.
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