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JOSÉ MANUEL LEÓN MELIÁ
Jueves, 15 de octubre 2009, 02:20
E l genio y el talento del inigualable Woody Allen sale de nuevo a la palestra en su oficio de cineasta y guionista para colocar en la cartelera comercial, , una despiadada y divertida sátira que buceando en temas propios ya observados en la dilatada filmografía de Allen, retroalimenta su vena caústica y ofrece un tronado puzzle de urbanitas tan contradictorios como humanos.
Ignoro si los rodajes en los escenarios de Manhattan catapultan al autor de a singulares y satíricos ejercicios de chispeantes situaciones que fomentan su capacidad ya no sólo de análisis de sus chocantes criaturas sino su personal visión, con acerada crítica, sobre cuestiones amplias que preocupan, y de qué manera, al perspicaz realizador. Se lo nota tan picajoso y enfurruñado con el mundo en general. Y no se corta un pelo en atizar sus mandobles contra la humanidad y su capacidad de generar horror e insatisfacciones.
Para conducir su atinada verborrea, cargada de moral y filosofía y sentido del humor a espuertas, Woody Allen negocia con su álter ego, para ésta función, Boris Yellnikof, interpretado por el humorista Larry David, el pregón y criterio de su discurso, poniendo sobre el tapete un selecto abanico de asuntos que no dejan títere con cabeza y desembocan en un grado de pesimismo casi de corte surrealista.
Herencia que se aprecia desde el inicio, invocando nada más y nada menos que a Groucho Marx, que se deja oír en la banda sonora utilizada para los títulos de crédito. Por lo tanto, con la carnaza desparramada en la presentación, toda parece indicar que si la "cosa no se tuerce" el espectador se va a reencontrar con uno de los mejores Woody Allen de los últimos tiempos. Y las expectativas no defraudan. Tanto es así que desde los primeros fotogramas y con el desparpajo y soltura que muestra Larry David encarándose con el público asistente en la sala, nos va a descubrir, a través de un relato sentimental, unas delirantes secuencias sobre un intelectual que abandona su estatus de pedigrí para pisar el suelo de la bohemia, conocer a una jovencita y teorizar sobre las relaciones de pareja y las consecuencias para bien o para mal del amor.
La película que tiene una narración sencilla y una puesta en escena que ni se nota, se construye a través de un jocoso enredo en los que el avispado pigmalión descreído de los rollos sentimentales acaba claudicando en sus radicales posturas pero lanzando feroces alusiones a la educación, cultura y religión y permitiéndose el lujo de elucubrar acerca de un Dios gay y decorador. Extraordinarios instantes apoyados por una desternillante sucesión de personajes que poco a poco irán encontrando su lugar en el mundo.
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