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JORGE ALACID
Domingo, 15 de marzo 2009, 01:45
Ahora que amenazan con una versión renovada de , veo llegada la hora de romper una lanza (qué significará romper una lanza) por otros sucesos televisivos que han forjado nuestra historia sentimental y, misteriosamente, carecen del respaldo popular del que gozan las andanzas de Desi, El Piraña y compañía. Yo confieso: nunca lloré con la muerte del señor Chanquete. Había agotado todas mis lágrimas unos años antes, con ocasión del decisivo episodio de en que la hija mayor del matrimonio Ingells pierde la visión. Eso sí que fue llorar. Lloraba papá Landon, lloraba su atribulada y blonda esposa, lloraba cómo no la infeliz primogénita y lloraba también su hermana menor, la actriz llamada Melissa Gilbert a quien veo algún sábado asomándose a uno de esos terribles telefilmes que Antena 3 perpetra a la hora de la siesta. Abro medio ojo, veo qué tal le ha ido a la ex señorita Ingells con su última operación de bótox y lo vuelvo a cerrar mientras invoco su angelical rostro bañado en llanto el día en que su hermana se queda ciega y ella debe ejercer de lazarillo. Para qué necesitamos a Chanquete.
De atender las horas postreras del señor Ferrandis me libré no porque tuviera algo mejor que hacer (¿Había algo mejor que ver cómo la palmaba el patrón de , barco con nombre de restaurante?), sino porque sus peripecias se seguían en el aparato instalado en el bar de Cantabria y esa tarde lució un lleno de no hay billetes. Mejor dicho, de no hay sillas. Desde fuera, a través del ventanal se veía a la mitad de la audiencia atender de pie el desenlace fatal, la otra mitad sentada, todos en bañador pero con el torso cubierto, según exigían las reglas de la Sociedad Recreativa: eran dignos todos de verse, llorosa la mayoría, moqueando algunos, incapaces de aceptar los más críos que estaban despidiendo a su héroe tan singular, aquel marino adicto a todos los tópicos (incluido el acordeón) que dejó una huella imborrable en al menos un par de generaciones, consecuencia de reponer la dichosa serie. El verano, ay, no era tan azul: se acababa de teñir casi de luto.
La pantalla de Cantabria era la misma donde asistimos a otras hazañas televisivas, que casi siempre venían por parejas: Juan José Castillo y la Copa Davis, Heidi y su abuelo, Marco y su mono Amedio, Pipi y también su mono (señor Nilsson), Mazinger Z y su novia Afrodita A (pechos fuera: no se cansaba uno de escucharlo), Orzowei y... su lanza. Curiosamente, la tele única era la tele compartida: sin mando a distancia, abolida la opción de elegir, el espectador se convertía en masa. Masa coral: coreaba las aventuras futboleras, aplaudía al unísono los raquetazos de Orantes y, claro está, lloraba a la vez cuando Chanquete decía adiós. Lo del llanto colectivo tenía precedentes: sin salir de aquellas benditas piscinas, ya habíamos asistido al prodigio de una multitud paralizada, atenta a la escucha radiofónica que por los altavoces vomitaba la radionovela que estuviera de moda. Fue muy notable el caso de A su conjuro, se paralizaban los bañistas, las señoras dejaban de hacer ganchillo e incluso los contertulios del viejo olivo quedaban en suspenso, ahítos de novedades de la huerfanita... hasta ser interrumpidos por la voz de la responsable de la megafonía, la simpar Tomasa, cuya bondad era tan legendaria como sus despistes: solía truncar el clímax de cada episodio para convocarnos a la piscina llamada de hombres: «Va a empezar el cursillo de natación».
La audiencia se quedaba sin saber qué iba a ser de Lucecita, porque a veces Tomasa olvidaba apagar el altavoz y compartía con nosotros las charlas del guardarropía: intercambio de recetas con sus amigas («¿Cómo pones tú los callos?»), riñas a los fisgones que se colaban en el vestuario de chicas, avisos varios (y desconcertantes): «Hay aquí una niña que se ha perdido y no sabe cómo se llama. Quien la conozca, que venga a recogerla». Así que para mí la felicidad del verano, el tiempo interminable que servía para no hacer nada (gran conquista de la civilización) lleva de banda sonora el eco metálico de aquella megafonía. Y yo, que no lloré con Chanquete, confieso: a quien de verdad añoro es a Tomasa.
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