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JORGE ALACID
Domingo, 4 de enero 2009, 02:04
E mpecé a fumar a tan temprana edad que llegué a conocer aquellos billares donde se compraban los pitillos sueltos (¿A una pela?). Bien escondido en el calcetín el paquete (me refiero al de tabaco), deambulaba con otros mocetes precozmente adictos en esa feliz ignorancia que tanto ha durado (y dura, y dura) sobre los riesgos de la nicotina. La palabra cáncer aún no nos abrumaba, ni a nosotros ni a nuestros mayores; menos aún a las estrellas de cine: qué envidia ver cómo echaban el humo los señores Gable, Bogart o McQueen (sospecho de qué mal murieron los tres). Con qué elegancia se llevaban la boquilla a los labios aquellas damas del cinemascope: la Hayworth, la Novak o la Graham. Cómo no asociar el lujo, el glamur y la vida disipada con el tabaco, que además a los mocosos nos ofrecía lo que más ansiábamos: no parecer tan mocosos.
Así que frecuenté los estancos desde la más tierna mocedad para adquirir una marca distinta cada semana, según un caprichoso criterio: que me gustara su envoltorio. Ducados, Celtas y Habanos eran lo más obvio; por los caminos menos trillados me convertí en cliente de Sombra, Rex, Jean, Boncalo, 1X2 (mentolados) y otras marcas que he ido olvidando, salvo una extrañísima llamada Zorbas, que venía en formato de doce unidades y sólo tenía un punto de venta, el estanco de la Concha del Espolón. Del negro al rubio, coqueteé con Marlboro, Winston, Chesterfield, Camel y hasta JPS y Dunhill, cajetillas que empezaron a traerse de Inglaterra los primeros privilegiados que se iban en verano de intercambio. Cómo olvidar los minienvases de Bisontes o Las Tres Carabelas, tabaco rubio sin filtro de asqueroso aroma con una ventaja imbatible sin embargo: costaba 33 pesetas. Por entonces, primeros años 80, el mejor rubio salía ya por veinte duros en las tiendas donde lo pasaban de contrabando, lo cual añadía emoción al riesgo de que te pillaran en casa fumando y te llevaras un sopapo.
Este viaje por la historia de la Tabacalera desemboca en una evidencia: confieso que he fumado. De hecho, me considero un fumador todavía, sólo que no ejerzo. Dejé este hábito hace años con un doble propósito: no recaer y, sobre todo, no convertirme en uno de esos cenizos que luego de haberse pasado media vida echando su humo sobre quien tuviera alrededor se convierte en feroz militante del antitabaquismo. Practicar la tolerancia con amigos, conocidos, desconocidos y colegas de profesión no fue difícil: aún adoraba el perfume del primer cigarrillo de la mañana, el fumado en ayunas, cuando el humo coloniza las encías y explora la cavidad bucal hasta ser expulsado, como dando los buenos días. Seguía echando de menos también el cigarrillo de después. de comer, con las papilas gustativas tal vez más predispuestas a dejarse seducir por el efecto embriagador de la nicotina, quién puede dudar que no es una droga. Incluso me pareció una intromisión intolerable la ley antitabaco, que prometía tremendas multas a quien la desoyera e hice mías las amenazas de insumisión proferidas por los tabacoadictos, respaldados por un sector de arraigado poder entre nosotros: la hostelería.
Recientes excursiones transpirenaicas me obligan no obstante a corregir aquella idea inicial y entregarme a la desolación: somos el país europeo con una ley más pazguata y una aplicación más relajada. El Adarraga parece una chimenea cuando juega Titín; cuentan que el Palacio de Deportes necesitaría una extractora de humos para el Actual; si usted conoce un bar logroñés donde no dejen fumar, enhorabuena. Comparta cuanto antes la buena nueva, porque incluso en los restaurantes donde el tabaco está prohibido, se solapa la prescripción gracias a la benevolencia del dueño, que razonablemente cede a cambio de retener a su clientela, pese a que quienes están no menos razonablemente hartos de soportar tanto humo son mayoría. Una mayoría silenciosa que si un día decidiera alzar su voz y acudir en masa a los bares donde de verdad se aplicara la ley mentada, haría de oro a sus propietarios.
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