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El actor William Smith, más conocido como Falconetti.
Recuerda falconetti
DESDE PORTALES

Recuerda falconetti

JORGE ALACID

Domingo, 9 de noviembre 2008, 01:40

E stados Unidos es un gran país. En todos los sentidos. Grande por extensión, con su multiplicidad de usos horarios tan fascinante, y grande porque es así como hace las cosas: a lo bestia. Vista con los prejuicios de rigor, la patria del Tío Sam tiende a ofrecer un aspecto desagradable. El observador (sobre todo si es algún listillo europeo) destacará entonces los aspectos yanquis más obvios por cutres (cierta incultura general, el patriotismo desaforado y un poco sinsentido) y olvidará que su vida, su propia vida, tal vez no pueda entenderse sin atender al impacto que sobre ella ha tenido el caudal informativo que bombean los paisanos de Mr. Obama desde la noche de los tiempos.

Haga como yo: apunte todo aquello que se hubiera privado de conocer si un remoto día ese trozo de América se hubiera desgajado del resto del continente para migrar por el éter. Encontrará en la relación grandes héroes de la alta cultura (Bob Dylan, Woody Allen, William Faulkner, Carmen Electra) y tropezará también con esos pequeños sucesos que van poblando nuestra biografía y que, vistos con perspectiva, nos impresiona saber cuán decisivos debieron ser en su momento, sobre todo viendo cuánto perdura su recuerdo. ¿Un ejemplo? Varios. Las películas de El Gordo y El Flaco y todo el cine mudo, el legendario Holllywood que vino después, el señor Picapiedra (y su amigo, don Pablo Mármol), la historia misma de la tele. Y Carmen Electra.

La señorita Electra, esforzada vigilanta de la playa, se asomaba por la misma pantalla que antes ocuparon otros mitos menores. (y su amigo Trampas, Doug McCloure para el mundo), el chino de que tocaba el gong y el retorcido enano de la serie , que encerraba en su magra estatura una teoría sobre malvados: la tele americana los prefiere amputados. Sea porque no dan la talla, como era el caso del entonces muy popular actor de improbable nombre (Miguelito Loveless), sea porque les falta un brazo (el malo de ) o porque perdieron un ojo, como el tuerto llamado William Smith y apodado Falconetti en la interminable saga de , serial que encumbró a Nick Nolte, mandó a la serie B a Peter Strauss y nos permitió conocer al gran Ed Asner, quien luego encarnó al querido , padrino de tantas vocaciones de periodistas. Falconetti hacía la vida imposible a Nolte y eso que le faltaba un ojo, detalle que acrecentaba su condición de malo-malísimo, tan temible que algún compañero nos confesó en el recreo que cada noche miraba bajo la cama antes de acostarse: no fuera que se encontrara a Falconetti, un nombre que hizo fortuna. Servía para bautizar al macarra de clase, al chulito piscinas de cada verano, a aquellos horteras devotos del Seat 1.430 (trucado) y servía para los tontorrones chistes de la adolescencia. «Ése es un Falconetti», decíamos de alguien entre risas. «Qué pasa, Falconetti», nos saludábamos.

Pero Falconetti, un matón a quien hubiese hecho feliz tener de presidente a la alucinación conocida como George W. Bush, claudicó. Desapareció de nuestra televisiva vida y abrió la puerta para que entraran el teniente Furillo y Angela Channing (con el chino que tal vez también le tocaba el gong). Todos contribuyeron a alterar nuestra mirada, la americanizaron. Casi siempre para bien, según creo. Siento decepcionar al antiamericano de guardia, pero yo confieso: mi visión del mundo se ha enriquecido gracias a gente como House, Soprano y Bartlet (aquel Obama blanco de New Hampshire).

Y gracias a Carmen Electra.

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