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JULIO ARMAS
Sábado, 1 de marzo 2008, 02:04
Ya creo recordar que en otra ocasión les dije que yo había sido muy viajero; poco turista, pero muy viajero. También creo recordar que les dije que hoy me gusta más estar en los sitios que viajar. Bueno, pues desde que se lo escribí no he cambiado de criterio. Me dan horror esos viajes de cinco días visitando París, Bruselas, Praga, Venecia y Nápoles. ("¿Podría parar, por favor que me estoy meando?" "Señora, se mea en Bruselas"). Por eso, la primera semana del año en curso, en lugar de marcharme adonde debía, me dio la bobada de quedarme por España y recorrer tres o cuatro Paradores Nacionales. Les cuento, verán: ¿Cuánto no darían...? pero, ¿¿cuánto no darían?! por ponerles un ejemplo... los americanos, por tener algo que remotamente se pareciese a nuestros Paradores Nacionales. Aún recuerdo cuando, de viaje por la frontera de Texas, me acerqué a ver, allí, en San Antonio, las ruinas del Álamo. Para qué contarles. Nada más llegar pude darme cuenta de que la culpa de haberme molestado en llegar precisamente hasta allí, para ver aquello, había sido mía y exclusivamente mía. ¿Qué puede pensar un viajero normal que va a ver, una cosa que llaman, "Las ruinas del Álamo"? ¿Pues ruinas, joder, ruinas! Pero bueno, volvamos a los americanos, ¿Cuánto no darían por tener algo que, de largo... pero de muy largo, se pareciese a nuestros Paradores Nacionales! Se los imaginan: limpios, perfectos, mimados, rodeados de una jardinería fabulosa, servicio, botones, parkings, con una exhaustiva información para el visitante... en fin, la pera limonera. Pues sin embargo, ahí tienen los nuestros que, salvo honrosas excepciones, si no darían tanta pena, darían risa. Y no digo con esto que no vayan a ver nuestro Paradores, al contrario. Casi todos ellos, ocupando unos edificios singulares, llenos de cosas viejas en lugar de antiguas, están situados en unos parajes rurales o urbanos dignos de ser visitados y que, humildemente, yo, desde aquí, les exhorto a que los visiten. Pero, háganme caso; visítenlos, sólo visítenlos. Entran, se dan una vuelta por el hall, si llevan unos cientos de euros por el bolsillo, se toman una cervecita y a otra cosa papillón. Porque, miren, les voy a contar lo que en la primera semana de enero nos pasó en un Parador Nacional que por discreción me van a permitir que no les diga cuál era. Era el de Cuenca. Íbamos cuatro personas mayores en el coche. Gruesas. Peso total unos 370 kilos; edad total 270 años. Maletero lleno. Llegamos al Parador. Sábado por la tarde. Enclave y edificio precioso y las vistas, las mejores de las casas colgantes. En recepción, un caballero. Nadie más. ¿Chofer para guardar el coche? ¿Ja! ¿Botones para bajar las maletas del coche? ¿Ja, ja! ¿Botones para llevar las maletas a la habitación? ¿Ja, ja, ja! ¿Director para quejarse? ¿Ja! Está descansando y no se le puede molestar! No es una exageración. Háganme caso, vayan a ver los Paradores, pero, ¿alojarse...? ¿Ja, ja, ja! Que se alojen en ellos los guiris de sandalias con calcetines y que los de los Paradores Nacionales que sean como el de Cuenca que vayan a reírse de la mujer de su papá. Y hasta el sábado que viene, si Dios quiere.
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