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JORGE EDWARDS
Domingo, 14 de octubre 2007, 03:04
El padre Olarte sabe de nuestra visita y nos recibe en un chaleco a rombos, pantalones viejos, zapatillas de caminar por el campo. Explica de una manera vaga y rápida que es su tenida de trabajo. Lo más importante que lleva, sin embargo, es el manojo de grandes llaves conventuales. Con autorización del Superior del convento de Agustinos Recoletos, se dispone a mostrarnos y explicarnos su feudo particular: la legendaria biblioteca del monasterio de Yuso, cerrada al público por razones elementales de seguridad y conservación. En San Millán de la Cogolla y en sus monasterios cistercienses se encuentra, como se sabe, el origen del castellano y del idioma vascuence, los testimonios tangibles del paso del latín a las lenguas romances en el corazón mismo de la Península. Todo parte de glosas escritas por copistas en los márgenes de textos latinos. En sus comentarios marginales, uno de los copistas introdujo las primeras palabras en lengua castellana vulgar. Otro, en la página siguiente, redactó explicaciones en idioma vascuence. Son las primeras apariciones escritas de los idiomas populares, los balbuceos de los orígenes. Lo que sigue es un desarrollo de nueve siglos, lo cual no es poco y quizá no es demasiado.
Los dos manuscritos de San Millán, el santo cuya vida escribió, a pocos kilómetros de distancia, en el pueblo que lleva su nombre, don Gonzalo de Berceo, se encuentran en Madrid, pero la biblioteca de Yuso, con o sin ellos, es única en el mundo. No por su tamaño, sino por la calidad y la rareza de sus ejemplares. Tenemos veinte incunables, nos cuenta el padre Olarte, pero aquí llegaron, para darles una idea, dos representantes de la Universidad de Granada y nos dijeron que ellos sólo tenían dos. El concepto del incunable cambia en España y en Hispanoamérica. En España son libros impresos antes del año mil quinientos. En América, por razones obvias, antes del mil seiscientos. Y el padre empieza a sacar algunos de los libros que ahora, al cabo de décadas de cuidado, considera y cuida como si fueran hijo suyos. Nos muestra un libro impreso en piel de ternerillo que se mantiene en forma impecable. Un ternerillo, nos explica, sólo daba piel para una veintena de páginas, y como el libro tiene cerca de ochocientas, calculen ustedes el costo: ¿un rebaño entero! Menos mal que no había IVA, pienso yo, pero me acuerdo de las lamentaciones sobre el precio de los libros y comparo los criterios antiguos con los actuales. El padre bibliotecario saca entonces de una caja una Biblia judía del siglo XVI en su maravillosa encuadernación original. Vinieron unos representantes del Estado de Israel, cuenta, y me querían dejar un cheque en blanco. Usted pone la cantidad; Israel paga. Pero, como es natural, los libros de la biblioteca de Yuso no están en venta.
A todo esto, es una biblioteca más bien pequeña, de forma rectangular, en dos niveles. Se sube por escaleras angostas, escondidas, hasta el segundo nivel. La idea consistía en que todos los libros estuvieran al alcance de la mano. Y cuando uno pone más atención, descubre que las estanterías son todas de diferentes alturas, para que no se pierda espacio: los libros pequeños se encuentran en estantes de poca altura, los más altos en estantes más altos. En resumidas cuentas, buena arquitectura y buena ingeniería. La concepción general, el estilo y hasta la atmósfera son típicos del siglo XVIII: maderas doradas, verdes, amarillas, pilastras y sombras barrocas. ¿Usted conoce algún ejemplar del Índice de Libros Prohibidos?, me pregunta el padre bibliotecario. Escuché hablar muchas veces del Índice, en mis tiempos de adolescente, en el colegio de los jesuitas de Santiago de Chile, pero nunca he tenido uno a la vista. Me da la impresión de que el padre Olarte se ríe en forma socarrona. Pues bien, aquí tiene uno, dice. Resulta que los niveles de prohibición y censura eran diferentes, cosa que me hace entender algunos aspectos del tema. Había libros prohibidos por el Santo Oficio en forma absoluta. No se podía hablar siquiera de ellos. No era permitido afirmar que tuvieran páginas buenas, aunque las tuvieran. Frente a esos textos, sólo cabía el silencio y el fuego purificador. En seguida, había libros que podían sobrevivir, pero después de una censura parcial rigurosa. El padre se dirige entonces a lo que llama el 'Infierno' de la biblioteca y saca del interior oscuro un grueso tomo. De tanto en tanto tiene tachaduras encarnizadas, reiteradas, que casi rompen la página y que no permiten leer una sola palabra. Una de las páginas ha sido medio arrancada por un monje furioso, pero que después se arrepintió, ya que en la página había, después de todo, una que otra línea permisible. Y se encuentran, a la vez, tachaduras débiles, menos convencidas, que permiten leer las líneas con un poco de esfuerzo. La tercera categoría inquisitorial era la de los libros que podían ser leídos por personas «de criterio formado». Esto del criterio formado me suena a cosa familiar: es un recuerdo de infancia, un territorio propio de la memoria y no distante del arte de la novela. Veo, en el pasado remoto, un horizonte de caras adustas: un coro de personas de criterio formado, que contrasta con la multitud de los descriteriados, de los desconformado cerebrales.
A pocos metros de la biblioteca, entramos a una pequeña capilla que guarda reliquias de San Millán, el santo cuya vida fue narrada en verso por Gonzalo de Berceo. Miramos de cerca un cofre de oro y marfil que lleva escenas relatadas por Berceo y esculpidas aquí en bajo relieve. En una de ellas se describe una pelea contra pícaros que cargaban teas encendidas y trataban de incendiar desde abajo la cama de San Millán. Los ojos del santo llevan unas mínimas esferas de azabache y la boca de marfil, cuando la batalla se inclina a su favor, parece ampliarse en una sonrisa satisfecha. En otro episodio intervienen dos ciegos y sus ojos no están realzados por el azabache. Es la ingenuidad medieval, pero es, también, el origen de la escultura religiosa española, que algunas décadas más tarde alcanzaría un desarrollo extraordinario. Nosotros, en América, recibiríamos el reflejo tardío de aquella imaginería: figuras de la Pasión, vírgenes, santos, ángeles y arcángeles, caballos blancos del apóstol Santiago y demonios negros, infernales. Nos despedimos de nuestro estupendo guía y subimos al monasterio de Suso, donde se encuentra la cueva de las meditaciones de San Millán. Y poco más tarde, para no olvidarnos del poeta lugareño, nos reunimos alrededor de un vaso de 'bon vino' y comentamos los sucesos de la mañana en nuestro 'román paladino'.
Esto último ocurre en la Venta de Moncalvillo, en el pueblo de Daroca de Rioja. El vino es un blanco nuevo, producido por una viña pequeña, más bien desconocida, pero de calidad notable. Los dueños de la Venta son dos hermanos jóvenes, dedicado, uno, a los menesteres de la cocina, y el otro, el sumiller, como se dice aquí con mayor propiedad que entre nosotros, a la bodega. Después del vino servido por el sumiller, nos llega una ensalada a base de borrajas y de otras verduras de la estación. Había oído hablar muchas veces del 'agua de borrajas', pero no sabía de qué se trataba. Las borrajas son verduras silvestres que crecen a la orilla de las acequias y canales, de la familia del apio y de las pencas, pero más suaves, más blandas, y tienen un gusto diferente de todo. Habría que ser poeta para describir el sabor, la consistencia, el aspecto de las borrajas. Estamos en la temporada precisa, por lo visto, y en la de las pochas. ¿Han escuchado ustedes hablar de las pochas? Las pochas son porotos nuevos de la estación, es decir, ni más ni menos, porotos granados. En el mercado se presentan en vainas parecidas a las nuestras, aunque un poco más claras. Y cuando el hermano dedicado a la cocina nos ofrece pochas con codornices o con almejas, uno de mis acompañantes, persona sensible, inspector del trabajo de profesión, melómano consumado y lector incesante por afición, nos interpreta y dice que preferimos 'pochas viudas', pochas solitarias. Por algo se inventó el idioma castellano cerca de estos montes y valles, entre viñedos que ya existían entonces. Y esto de las pochas viudas me hace pensar en los pallares monógamos de las regiones de Cachagua, el Pangue y Zapallar, que se comen sin acompañamiento alguno, hasta sin choclos y sin zapallo. Es, me digo, el tejido de la cultura y de la lengua, el sistema misterioso de vasos comunicantes, subterráneos, en el que estamos felizmente sumergidos, aunque en la mayoría de los casos no nos demos cuenta.
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